García Lorca y la gota de sangre de pato
Fue, probablemente, el único ser humano capaz de caminar erguido por las calles de Nueva York, seguro de sí mismo
Un dieciocho de julio, festividad de san Federico de Utrecht, el mejor homenaje que se le puede rendir a García Lorca, que fue asesinado en ... 1936, un mes y un día después de celebrar su onomástica, es leer algunas de sus obras, que, por su incuestionable calidad, siguen vigentes.
Y no veo mejor libro en toda su trayectoria, truncada cuando ni siquiera había cumplido los cuarenta, que 'Poeta en Nueva York', acaso su poemario más enigmático y original; como si García Lorca hubiera decidido sacudirse de encima todo el polvo del campo, ese estigma que pesaba sobre él de poeta telúrico y de los gitanos, como una especie de doña Concha Piquer de la Literatura.
'Poeta en Nueva York' es el libro que más agradaba a su autor, del que se sentía más orgulloso tras su confección, al que más horas dedicó en sus correcciones. De ahí que aceptara ir de conferencia en conferencia leyendo sus intrincados y raros versos, al tiempo que trataba de explicar su significado. «Señoras y señores –inició así una de esas charlas, en donde no falta la nota un tanto festiva–: siempre que hablo ante mucha gente me parece que me he equivocado de puerta». Sale aquí a relucir el orgullo, la altivez y la arrogancia de una persona bien pagada de sí misma, consciente, sin duda, de su preclara inteligencia, de su enorme atractivo y de su capacidad innata para encandilar al personal con sus portentosas palabras.
Para que 'Poeta en Nueva York' se convirtiera en uno de los libros más geniales y sorprendentes de la literatura universal del siglo XX e hiciera las delicias de personajes tan exquisitos como Leonard Cohen, tuvieron que darse, al mismo tiempo, muchas circunstancias, como si se hubieran alineado todos los planetas en una misma noche. Cuentan que se marchó a Nueva York tras un estrepitoso fracaso amoroso en España. Y, una vez allí, en la ciudad de los rascacielos, a los pocos meses de su llegada, hecho que se produjo el 25 de junio de 1929, tuvo lugar esa caída estrepitosa de la Bolsa de Nueva York que derivó en la llamada Gran Depresión, lo más parecido al Apocalipsis de san Juan. Fue la gota que colmó el vaso de un tipo tan sensible y receptivo como García Lorca, que, con tan sólo poner un pie en tierra norteamericana, se dio cuenta de la desigualdad social, de la injusticia, del racismo y de la locura capitalista de un país que, sin embargo, estaba a la vanguardia del universo en tantas cosas.
Nueva York, y sus barrios más emblemáticos, se convierte en los versos de Federico en una ciudad sin sueño en donde la aurora se presenta cada día con sus cuatro columnas de cieno. En las duras calles de Harlem, el escritor granadino contempla, con no poca ternura, las «piernas ahumadas» de los negritos que montan en bicicleta. Y se fija en la geometría y en la angustia que le rodea, en ese denodado afán de los neoyorquinos por conseguir a toda costa hacerse ricos y cumplir así el sueño americano, y escribe: «Debajo de las multiplicaciones/ hay una gota de sangre de pato».
Un conocido hispanista estadounidense, cuando le dije que antes de vernos en Kentucky pasaría unos días en Nueva York, apiadándose de mí, tuvo a bien darme ciertas indicaciones: «Cuando camines por cualquiera de sus calles –me avisó–, si te fijas un poco, podrás distinguir fácilmente a los autóctonos de los que van a estar sólo una breve temporada: los primeros caminan inclinados, con la mirada fija en el suelo, arrastrando su espíritu depresivo, como si hubieran perdido el alma; los turistas, sin embargo, miran hacia lo alto, siguiendo la vertical de los edificios más emblemáticos, como si hubieran avistado ese alma que vuela hacia el cielo».
Federico García Lorca fue, probablemente, el único ser humano capaz de caminar erguido por las calles de Nueva York, seguro de sí mismo, con su mirada, limpia y clara, siempre al frente.
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