'La calor' en 'El extranjero' de Camus
Medio amodorrado, sin pensar en nada, este tipo indiferente que bosteza, que mira al mar mientras fuma, con los ojos ciegos detrás de una cortina de sal, efectúa cuatro disparos
Aseguran algunos especialistas en la materia, que se han entretenido contando página por página, que hay cerca de ochenta alusiones al calor –'la calor' murciana– ... en 'El extranjero', la novela que Albert Camus publicó en mayo de 1942, cuando aún lucía la primavera.
La estrategia del malogrado escritor francés estaba clara: era preciso buscar argumentos de cierta solidez y una buena coartada para que Meursault, el extraño y abúlico protagonista de este soberbio relato, pudiera defenderse ante un juez un tanto benévolo, dispuesto a perdonar la pifia de haberse cargado a tiros en la playa, a pleno sol, a un individuo de raza árabe que apenas había hecho nada, o, al menos, no lo suficiente como para terminar acribillado a balazos frente al mar de Argelia.
En mi primera y ya lejana lectura de 'El extranjero', realizada –así se refleja en mis anotaciones, en las páginas iniciales del libro–, en agosto de 1976, recién acabada la dictadura de Franco y en época estival, como correspondía al caso, me llamó la atención, precisamente, esa insistencia de Camus en dejar constancia de que el crimen cometido por Meursault tiene lugar en plena canícula, cuando cualquier ser humano, ante la falta de oxígeno y el sudor que cae a chorros, es capaz de las peores cosas: de vender, incluso, el alma al diablo por una buena sombra, por una breve ráfaga de aire fresco.
En aquella vieja edición de Alianza Editorial de 1971, en su colección El Libro de Bolsillo, cuya traducción corría a cargo de Bonifacio del Carril, subrayé, cómo no, ese inicio tan impactante, tan impetuoso y enérgico que ponía las bases del conjunto del relato: «Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé». Pero, a continuación, casi todo el resto de mis subrayados se centraban en todo lo relacionado con el calor, como si el existencialismo que pregonaba Camus estuviera pasado por el tamiz de una alta temperatura; como si para llegar a esa situación existencial, casi absurda y surrealista, fuera necesario el empuje de ese ambiente agobiante en el que nos falta el aire, en el que luchamos por respirar, reduciendo nuestra vida a un acto físico, a una pugna contra una adversidad sobrevenida y arrolladora que apenas nos permite pensar. Aunque la luz, que forma parte del campo léxico del calor, también juega un importante papel: el resplandor de la luz contra las paredes blancas –sólo es preciso imaginarse cualquiera de esos pueblos andaluces, en pleno verano, en cuyas casas luce la cal de sus fachadas– fatiga a Meursault, que no sabe cómo disimular su malestar.
Y poco después, tras una veintena de páginas, comienza el intenso espectáculo de una temperatura capaz de cegar el alma y abatir los corazones. Un sol desbordante que hace estremecer el paisaje, que lo torna inhumano y deprimente. Y, no mucho después, en la playa, donde tiene lugar la escena más cruel de toda la novela, el sol cae a plomo sobre la arena y se refleja en el mar de manera insoportable. Así, medio amodorrado, sin pensar en nada, este tipo indiferente que bosteza, que mira al mar mientras fuma, con los ojos ciegos detrás de una cortina de sal, efectúa cuatro disparos «sobre un cuerpo inerte en el que las balas se hundían sin que se notara». Que es como dar cuatro breves golpes en la puerta de la desgracia, como el propio Albert Camus puntualiza líneas más adelante.
A partir de entonces, mediada la novela, la tensión del calor va cediendo, rebajándose, diluyéndose poco a poco, cuando el sol se encamina hacia su definitivo ocaso. El mismo ocaso sin vuelta atrás de Meursault al que, como se refleja en la última página de la obra, sólo le queda esperar «que el día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos de odio».
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