La hora de la renaturalización
La economía del abuso, y sus colaboradores necesarios, es la que está detrás del maltrato suicida de nuestro Mar Menor y de otros espacios de la Región
Como decía John Sawhill, un relevante economista, las sociedades se definen no solo por lo que crean, sino también por lo que se niegan a ... destruir. Y yo añadiría más, y por lo que consiguen restaurar. Es cada vez más evidente que nuestro bienestar físico y económico está íntimamente relacionado con nuestra salud ambiental y la conservación de nuestros ecosistemas. Las pandemias, el cambio climático o nuestro problema ambiental y económico local más acuciante, el Mar Menor, resultan ejemplares en este sentido. Mantener los procesos ecológicos, la biodiversidad y sus servicios ecosistémicos no es una opción, es una obligación si pretendemos ser mínimamente inteligentes. Optar deliberadamente por un crecimiento económico sin los correspondientes contrapesos ambientales es una estrategia suicida a medio plazo, una estupidez, como estamos viendo con nuestra laguna litoral o con los cambios acelerados en las condiciones climáticas.
En 1992, hace ya 30 años, un grupo de ambientalistas elaboramos una propuesta de ley para proteger los espacios más amenazados de nuestra región. Años atrás se había conseguido un primer inventario abierto de espacios naturales y unos primeros espacios protegidos, Sierra Espuña y El Valle (1977-78), Salinas de San Pedro, La Pila y Carrascoy (1985) y Calblanque (1987). La protección de Salinas de San Pedro, de la Sierra de Carrascoy y especialmente de Calblanque, en la que estuve muy implicado, supuso un salto muy destacado al proteger espacios urbanísticamente muy presionados y mayoritariamente privados. Hasta ese momento los espacios protegidos habían sido terrenos montañosos de propiedad pública. Para mí este fue el primer cambio esencial en el paradigma de la protección de la naturaleza en la Región de Murcia. Aún ahora andamos en proceso de aprendizaje pues todavía no disponemos de una cultura de gobernanza consolidada en la protección de espacios de titularidad privada.
Con la ley de Ordenación y Protección del Territorio de julio de 1992 se dio un gran impulso general a la protección de los espacios naturales, especialmente los más amenazados, mayoritariamente costeros (espacios e islas del Mar Menor, Peña del Águila-Calblanque, La Muela-Cabo Tiñoso, Sierras de las Moreras en Bolnuevo, Cabo Cope-Calnegre, Cuatro Calas en Águilas, etc.). Años después, la Red Natura 2000 completó el sistema básico regional de naturaleza protegida, aún huérfano de herramientas y compromisos reales de gestión, gracias a una administración regional refractaria a todo lo que huela a medio ambiente.
Optar por un crecimiento económico sin los contrapesos ambientales es una estrategia suicida
Además, ese impulso se hizo con una visión claramente funcionalista de los espacios protegidos, superando visiones más biologicistas que posteriormente se han vuelto a imponer. Se trataba de espacios que permitían opciones reales para una sostenibilidad territorial a una escala comarcal o supramunicipal, especialmente en la costa, donde la sobresaturación urbano-turística irreversible había acabado con muchos segmentos litorales. Esta visión recogía la tradición iniciada por Ricardo Codorníu y su reforestación ejemplar de Sierra Espuña. En ambos casos lo realmente importante eran los servicios ecosistémicos, las infraestructuras verdes que dotaban de soporte y estabilidad a la actividad económica en el propio ecosistema o sus inmediaciones. Se reforestó Sierra Espuña para reconstruir un bosque esquilmado pero sobre todo para evitar las inundaciones, como la de Santa Teresa, que había acabado con miles de murcianos y sus viviendas en la vega del Segura. Y se protegieron los espacios costeros, por sus valores naturales, pero también por ser espacios abiertos sin actividades intensivas, que permitían crear sistemas más amplios, integrados y más sostenibles, incorporando funcionalmente áreas más sobreexplotadas cercanas.
Al igual que ocurrió con la reforestación de Espuña, estos nuevos espacios fueron objeto de ataques de grupos locales que estaban en contra de su protección en lo que el propio Codorníu denominaba beneficiarios de una economía del abuso. Y es así, esa economía del abuso, y sus colaboradores necesarios, es la que está detrás del maltrato suicida de nuestro Mar Menor y de tantos otros espacios de nuestra región. Como marca el ciclo de vida de cualquier política ambiental, los debates sobre las medidas necesarias para restaurar y renaturalizar nuestra laguna y su cuenca pueden consumir años, en la lógica de seleccionar las más eficaces, eficientes y equitativas socialmente. En este momento, se debate entre soluciones más coyunturales, de corto plazo, cercanas a la visión de la administración regional, y otras más estructurales, defendidas especialmente por el Ministerio de Transición Ecológica. Algunas de ambas aproximaciones resultan compatibles, otras desgraciadamente tensionan o desincentivan soluciones más robustas. En cualquier caso y en mi opinión lo que no necesita el Mar Menor en absoluto es cortedad de Miras, entiéndase como se quiera.
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