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La guerra ha terminado

Hemos asistido a ciertas imágenes que se encuentran en el origen de algunos malentendidos democráticos

Miércoles, 4 de diciembre 2019, 01:45

Si uno se para con detenimiento a pensarlo, la guerra, nuestra guerra civil, uno de nuestros mayores traumas históricos, ha acabado en verdad hace apenas unos días, e incluso es posible que aún le queden algunos años más, ese tiempo imprescindible y sagrado que se toman los ejércitos de cualquier contienda para enterrar del todo y como es debido a sus muertos.

Y lo que parece aún más paradójico, el resultado de la misma ha cambiado de forma ostensible y como por arte de magia. Lo que en su día fue una flagrante victoria de los sublevados contra el gobierno legalmente constituido, ochenta años después se ha convertido en una derrota, ignominiosa sin duda, vergonzante, sobre la que parece necesario extender el manto del olvido. Ganar una guerra conlleva la celebración y casi siempre la revancha posterior, pero que el tiempo torne el entusiasmo en bochorno y el júbilo primero en infamia es quizás la más ultrajante y rotunda de las derrotas, pareja a la que han sufrido los peores regímenes de la historia del mundo. Casi resulta más deseable perder y poder contarlo con dignidad que ganar y someterse a la tiranía de la ocultación.

De hecho todavía está mal visto rodar una película, publicar un libro o dar una conferencia sobre uno de los sucesos más relevantes de nuestra historia reciente, como si recordar fuese en sí misma una operación capciosa y malintencionada. Tal vez esta es la mayor de las venganzas de los que soportaron la represión, la cárcel y la muerte por haber defendido la postura legítima de la república. Si muchos de ellos levantaran la cabeza y constataran que la verdadera posición de dignidad sigue siendo la suya tantas décadas después y pese a un fracaso bélico aparente, es seguro que lo celebrarían como un triunfo verdadero.

Acaban de exhumar los restos del dictador Francisco Franco de ese oprobioso mausoleo en el que había permanecido como un héroe durante tantas décadas, muy cerca de infinidad de restos humanos sin identificar, desordenados y acumulados como un material de desecho mientras otros muchos miles continúan en las cunetas de caminos y carreteras sin nombres y sin paz. El verdugo y muchas de sus víctimas ya no están juntos y sus familias y descendientes espiran en parte, aunque todavía queda bastante tarea por hacer.

Es curioso que en estos días hayamos podido asistir a ciertas imágenes que se encuentran en el origen de algunos malentendidos democráticos. Por ejemplo, hemos visto al golpista Tejero asistiendo al funeral y a su hijo oficiando la misa del último y esperemos definitivo entierro del dictador. Hemos escuchado los sones denigrantes y trasnochados de himnos que ya deberían estar prohibidos como lo están en otros países del mundo; hemos visto a los partidos rezongar por lo bajo cada uno para su propio coleto y rebañar en vísperas de elecciones algunas voluntades partidistas, hemos vuelto a asistir a la eterna España dividida, a las eternas dos Españas que por unos días han tornado a levantar sus sables de guerra y a mirarse con saña. Todos hemos contenido la respiración, hemos alejado de nuestra mente recuerdos nefandos y humillantes, al menos los hombres y las mujeres de bien. Era algo así como mirar un cadáver en proceso de descomposición, y no hemos descansado hasta que ese cadáver, la vileza, la abominación y la iniquidad que ese cadáver representaba, ha entrado en su nueva tumba para siempre.

Yo creo que en esos momentos hemos escuchado todos el eco remoto de una voz que anunciaba a los cuatros vientos: 'En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rebelde, han alcanzado las tropas republicanas sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. Mingorrubio, Madrid, 24 de octubre de 2019'.

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