El embrujo de Marsé
Ante mi sorpresa, encontré un hombre en extremo educado y amable, que hablaba y escuchaba lo que se le decía
Cuando recibí el encargo de esperar en la estación la llegada de Juan Marsé, llevarlo al hotel y acompañarle a cenar aquella noche de invierno en Murcia, dos sentimientos contrapuestos pugnaban en mi interior: de un lado, un miedo cerval provocado por la fama que le precedía de persona hosca, huraña y capaz de humillar con una ironía salvaje a quien no era de su agrado; de otro, la ansiedad esperanzada por conocer a quien había escrito varios de los libros indispensables de la Literatura en español del siglo XX y que era, según mi criterio, una de las escasas y verdaderas cumbres literarias de las últimas cinco décadas.
Ante mi sorpresa, encontré un hombre en extremo educado y amable, que no solo hablaba sino que escuchaba con interés lo que se le decía, secundado por su esposa, Joaquina, en quien de inmediato adiviné a una mujer fuera de lo común, más que preparada para convivir con los demonios interiores que todo genuino creador arrastra sin remedio consigo.
No exagero si afirmo que aquellas horas transcurrieron tranquilas, plácidas y, sobre todo, veloces, gracias a una conversación sin silencios en la que Marsé –una vez yo hube superado su examen escudriñador y me obligó a tutearle y a llamarle Juan– superó todas mis expectativas: respondió a las preguntas que quise hacerle con una inteligencia y una ironía cervantinas dignas de mejor destinatario, derrochó humor relatando anécdotas de su vida –la de su adopción en un taxi es insuperable– y de lo que él llamaba vida literaria –la que practican los que no escriben pero posan como escritores–, desgranó sus insobornables principios creativos –tener una buena historia que contar y contarla bien– y éticos –solo me gustan las personas auténticas, sin dobleces ni caras ocultas, y esto vale también, naturalmente, para sus comportamientos–. La absoluta quietud que reinaba en el restaurante, las espaldas de los camareros petrificadas contra la pared, nos hicieron percatarnos de la conveniencia de retirarnos a descansar, lo que hicimos no sin antes quedar citados para la mañana siguiente.
Con el sol ya alto, sentados en una terraza de la plaza de la Catedral, bebiendo whisky él y cerveza yo, tuve el honor de asistir hechizado, bajo la apariencia de una charla amistosa, a una auténtica lección magistral. Escuchar a Juan Marsé aquel día me permitió comprender de manera definitiva muchas claves esenciales sobre la literatura, la vida, el cine y las relaciones no siempre bien entendidas entre ellos.
Así, aprendí que trabajar a los 13 años en un taller de joyería le había liberado del colegio, donde nunca le habían enseñado nada, y otorgado la paciencia y el tesón del orfebre que luego aplicaría en la composición de sus novelas prodigiosas; que, cuando la editorial Seix-Barral mostró interés por él, en realidad esperaba poder incluir en su catálogo un elemento ausente, «el escritor obrero», con una narrativa que ensalzara las virtudes de la clase proletaria en contraposición a la intelectualización en boga (cuando 'Últimas tardes con Teresa' apareció se vio que Marsé no estaba por la labor, con lo que, en palabras de Vargas Llosa, «irritó a todos»); que, como dijo Ezra Pound, «el esmero en el trabajo, el cuidado de la lengua, es la única convicción moral del escritor», lo que para el autor de 'Si te dicen que caí' equivale a contar bien una buena historia, esto es, el esmero en el uso de las palabras, más que el tema tratado, es lo que hace que una obra perviva; que el relato literario es el hilo de Teseo que permite al escritor salir del laberinto que él mismo ha construido con sus obsesiones, sueños y demonios, la forma que desvela y hace inteligibles esas profundidades de donde nace toda creación artística; que es tan adicto a la ficción que piensa que solo lo irreal e imaginado, la parte inventada de la obra literaria, preservará alguna belleza a través del tiempo; que la infancia y la adolescencia son las auténticas patrias del hombre y del escritor, pues en ellas los tebeos, los cuentos, los libros, las películas, las aventis que mezclan realidad y ficción son la argamasa que conforma una personalidad que solo con el cuerpo morirá; que la Literatura y el Cine comparten su esencia, la fabulación, y se alimentan mutuamente, de modo que es lícito colocar en el mismo pedestal nombres como Ford, Rossellini, Chaplin o Welles junto a Tolstoi, Balzac, Stevenson o Dickens; que ver quemar libros en una hoguera, como a él le sucedió en el jardín de su casa al terminar la guerra, es una experiencia que nos advierte de la latente realidad de la brutalidad humana.
Cuando enmudeció y me miró, supe que estaba ya para siempre atrapado en el mágico embrujo de Marsé.