El mal en nosotros
Hoy recupero mi cuenta de Facebook, un buen espacio para analizar el mal que nos rodea escondido en seres pequeños y miserables
De niño pensaba que un cristiano no podía ser malo, que los malos eran un tipo de personas que, en mi pequeño mundo de la calle Sagasta, no existía. Luego algunos empezaron a exhibir su crueldad, eran los abusones. Fui descubriendo que en mi propia familia había gente mala y vi, en un telediario de algún momento de los 80, a un hombre detenido santiguarse y rogar a Dios que le ayudase. Había matado a toda una familia por una rencilla rural. Llegando a la adolescencia había entendido que la maldad era general y difusa.
Se nos educa en la idea de que hay malos y buenos, siendo los buenos nosotros y los malos los otros, pero no es así. Hay malos, desde luego, pero todos lo somos en determinados momentos. Está en nuestra naturaleza esa parte oscura que surge unas veces de la irracionalidad de la rabia y otras de la reflexión y el rencor. Hacemos el mal a los que nos rodean voluntaria e involuntariamente. Un ejemplo es cuando concursamos y ganamos, no pudiendo saber qué sentimientos genera al otro si necesitaba ganar. A veces nuestra forma de ser hiere a los demás, de la misma forma que los niños inteligentes irritan a los abusones. Ahí tuve la suerte de no ser inteligente, entonces ni ahora.
La reflexión sobre hacer daño sin querer es interesante, pero aún es más la de hacerlo voluntariamente sin medir las repercusiones. Un ejemplo es la dialéctica parlamentaria. Si seguimos una sesión en el Congreso escucharemos acusaciones e insultos de una gravedad enorme. Para entender cómo y por qué se producen estas barbaridades debemos comprender que los dos parlamentarios que debaten no se están hablando el uno al otro sino a nosotros. Saben que los discursos moderados no llegan al telediario y que su sueldo depende de la cantidad de españoles que se vean apelados, aunque se llame a una Guerra Civil, algo que a mí, que llevo toda la vida estudiando las guerras, me horroriza.
Odiamos, disfrutamos odiando y deseamos el mal. Hay en la forma de ser nuestra una malquerencia perversa cuando deseamos el mal para alguien que ni conocemos. Lo deseamos para el adversario político y al laboral. Tal vez si llegásemos al terreno de los hechos y no hiciésemos nada contra ellos. Aunque tal vez sí lo hiciésemos, tengan hijos o no, sean buenos o no, nos hayan hecho algo o no. En eso consiste una guerra civil.
Hace poco me pasó algo irrelevante pero ilustrativo. Acepto a todos en redes sociales, y cuando me invitan a un grupo también. Me pidió un pintor realista malísimo y desconocido con un seudónimo agrario bastante chungo, pero no me paré a mirar mucho. Otro más. Un día, mientras ojeaba aburrido, me apareció una publicación de su grupo, un bulo fascista. Hice un comentario chistoso y abandoné el grupo, al que nunca había entrado, pero no lo borré de mi lista. Grave error.
Facebook me avisó de que cancelaba mi cuenta durante 30 días por denuncias anónimas y absurdas. Me sorprendió pero no le di mucha importancia, aunque en plena incomunicación por el coronavirus quedarme sin ese medio era molesto; no estaba confinado, alguien me había metaconfinado física y comunicativamente. El pintor horrible me escribió un mensaje privado. En un lenguaje exaltado y lleno de faltas de ortografía me decía que se había sentido ofendido y me había denunciado. No se borró de mi lista, que es lo que se hace la gente normal, obligó a Facebook a eliminarme con sus denuncias. No pensó en el daño que podía hacer cuando más necesidad de comunicación, en pleno confinamiento, podía yo tener. No solo quiso hacerme daño, quiso yo supiera que había sido él.
Siempre nos preguntamos qué es peor, un tonto o un malo, pero muchas veces ambas características van unidas.
El mundo que estamos levantando alrededor de las nuevas formas de comunicación alimenta este tipo de conductas, la prueba es la cantidad de 'bots' que pueblan Twitter y Facebook. Personas que se dedican a destruir al adversario político utilizando una identidad falsa. Les da igual el honor de las personas, y, nuevamente, si son buenas o malas. Están en la red para destruir, para hacer el mal, ese mal difuso que deseamos al adversario cuando lo convertimos en enemigo, cuando somos el caballo ciego sobre cuyo lomo cabalga a horcajadas la muerte. El odio es ciego no porque no determine contra quién arremete, es ciego porque no le importan las consecuencias de sus acciones. El mal masivo es identificable pero también hay una maldad difusa que vive en muchos de nosotros y, cuando perdemos el control, aflora sin que midamos las consecuencias.
Mientas escribo esto veo un vídeo en el que un policía presiona con la rodilla el cuello de un hombre negro, Eric Garner. El agente de Staten Island lo mantiene así cinco minutos. Tarda cinco minutos en matar a un hombre inocente solo por ser negro, ya que los supuestos delitos que leo se le imputan a Eric no son más que faltas. El mal en algunos hombres es muy intenso y el problema surge cuando a estos hombres malos les damos poder y un arma.
Hoy recupero mi cuenta de Facebook, un buen espacio para analizar el mal que nos rodea escondido en seres pequeños y miserables, como el pintor horrible. A ver lo que tardan esta vez en echarme.