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Dios en la Catedral vacía

En aquel silencio me encontré a mí el domingo y fui consciente del dolor a mi alrededor, de la soledad de muchos y del desconsuelo que el confinamiento causa

Sábado, 4 de abril 2020, 01:14

El domingo, por razones de fuerza mayor, recorrí una Trapería postapocalíptica en la que solo resonaban mis pasos y vi la Catedral abierta. Me pareció mal, pero no pude resistir y entré. Llevaba 14 días encerrado, saliendo solo a comprar, y aquel templo aparecía ante mí como la Jerusalén celeste que evocaba. No había nadie, algo muy extraño. La Catedral de Murcia es un lugar muy importante para mí, he trabajado mucho allí y siempre hablo con alguien. Nunca antes existió el silencio, pero el domingo sí, y era irreal. Fui a los pies del coro para ver las luces de las vidrieras moverse lentamente por el suelo, lo cual me hacía entender que estaba pasando mucho tiempo sin notarlo yo. En ese discurrir temporal no sé qué en mí se fue relajando, algo que parecía llevar tenso toda la vida. Miraba el edificio leyéndolo, interpretando cada ángulo, cada pintura, cada empuje de sus muros hasta que mi mente fue perdiendo esa necesidad de interpretar todo. Empecé a abstraerme y una sensación extraña se adueñó de mí. No estaba pensando en nada por primera vez en años.

Oí unos pasos. Un hombre daba vueltas por las naves laterales, seguramente para aprovechar el último lugar en el que se puede caminar aún. Manteniendo la distancia me dijo que estaba muy contento de encontrarme allí, que leía mis artículos. Le di las gracias y siguió hablando. Yo quería estar solo, pero él no. Al final le hice ver que buscaba soledad y él, amablemente, siguió su deambular.

Me senté en un banco y apareció una mendiga. Era una mujer obesa que se arrodilló unos bancos delante de mí. Llevaba un carrito de la compra y un palo, seguramente para sacar cosas de los contenedores. Empezó a sollozar muy flojito. La observé y me pregunté por qué lloraba para responderme que lo extraño sería que no lo hiciese. En mi infinito egoísmo no me daba cuenta de que mi confinamiento es el sueño de mucha gente que no tiene frigorífico porque solo come lo que consigue ese día, y empecé a pensar en los hijos de esa gente invisible que nos suplica una moneda. Una vez Hugo, siendo muy pequeño, se puso a jugar con el hijo del mendigo de una de las puertas de la Catedral. Tan iguales, fueron muy felices y yo pensé mucho en aquello, pero no hice nada porque nunca hago nada por ellos. Entre ella y yo había unos metros y un universo de circunstancias que nos separaban. Por mucho que quiera vanagloriarme de mis logros, solo la suerte, el destino o la providencia nos ha colocado a ella en su lugar y a mí en el mío. Pasados quince minutos se sentó y dejó de llorar. Rezó y se fue a buscar su difícil pan de cada día. Yo seguía allí, frente al feo retablo que sustituye al que ardió en el incendio de 1854, pero ya no me parecía tan feo. Nada me parecía feo ni bonito porque estaba en una sima muy profunda dentro de mí mismo. Me educaron en un cristianismo que en mi familia era la manera de protegerse del sufrimiento. Entendía muy bien a la mendiga que se encomendaba a Dios en su dolor porque entiende que solo Dios le puede ayudar. Pensé en Bergamín. Pensé en miles y miles de personas que piden a Dios poder alimentar a sus hijos sin poder trabajar y me estremecí. Recordé aquella fe invencible de mi abuela para superar la muerte de sus hijos, como si fuese una tabla de salvación ese dios personal, única esperanza de los desahuciados. Un hermano marista que me dio una paliza de niño me expulsó violentamente de una senda en la que el amoroso esfuerzo de mi madre me situó, pero nunca he dejado de pensar en ese Dios que conforta a los desheredados junto a una Iglesia de los pobres y lejos de la Iglesia política que camina de la mano de los poderosos y los que discriminan a la gente por ser de otro lugar. Me di entonces cuenta de que la Biblia no dice que Dios sea de un sitio o de otro, sino de todos.

Estamos encerrados en nuestras casas y nunca hemos estado más lejos de nosotros mismos. 'Tablets', teléfonos, series...

En esas meditaciones me perdía entre los muros medievales y algo en mí descansaba tras mucho tiempo agitado. Tal y como dice un ensayito de Pablo d'Ors, hay que desprenderse de todos los libros, de la ansiedad por conocer y dejar espacio para encontrarse a uno mismo, algo que repite José Mujica, remitiéndose a Machado. No es fácil llegar a lo esencial que hay en nosotros, es como zambullirse en una piscina climatizada, inusual y reconfortante.

Estamos encerrados en nuestras casas y nunca hemos estado más lejos de nosotros mismos. Las 'tablets', teléfonos, series, libros... parece que haríamos cualquier cosa para no quedarnos solos mirando el interior, quizá nos de miedo lo que podamos encontrar.

En aquel silencio de la Catedral me encontré a mí el domingo y fui consciente del dolor a mi alrededor, de la soledad de muchos y del desconsuelo que este plácido confinamiento causa, y decidí cambiar, ayudar un poco más y juzgar mucho menos. De vuelta a casa por las calles vacías pasé por Jesús Abandonado donde, a las 10 de la mañana, ya guardaban cola los invisibles. Llegué a casa y abracé a los míos pensando que esa era otra de las cosas que debía hacer más: abrazarlos.

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