El bien común
ALGO QUE DECIR ·
Nos hallamos ahora en esa lucha contra el peor contrincante de la humanidad: el pánicoVivimos tiempos de preguerra, aunque nunca me ha gustado ser agorero, alarmista o apocalíptico, partidario como soy, en el fondo, de la modernidad, de la tecnología y de las luces, pero tiene uno la impresión molesta a veces de que la sombra de aquel dinosaurio de Augusto Monterroso nos persigue por este viaje de siglos, de cultura y de humanidad; huimos de las supercherías, del pánico ancestral del ser humano a la guerra y a la muerte, pero de vez en cuando nos damos de bruces con una epidemia, una peste medieval o cualquier otra calamidad inexcusable.
Hemos pasado en pocos años de las catástrofes producidas por ingenios de dimensiones enormes como los campos de exterminio nazis o la bomba atómica, manejada por las peores potencias del mal, a esos temibles microenemigos contra los que estamos obligados a entablar modernas nanoguerras, que, no obstante, no son fáciles de manejar, porque tan complicado es aniquilar la maldad ingente como el daño microscópico y del mismo modo sucumbimos a la destrucción masiva de un ingenio desmesurado que a la devastación atroz de un organismo invisible e incorpóreo.
Nos hallamos ahora en esa lucha contra el peor contrincante de la humanidad: el pánico. Yo mismo tengo la sensación de que están ocurriendo extraños sucesos de una gran importancia y a los que no se me permite acceder inexplicablemente, como si se nos estuviera ocultando información. Nos parece increíble que una variedad del resfriado común se haya convertido en una amenaza espantosa a nivel planetario contra la que no paramos de hacer declaraciones, proclamar edictos, modificar el curso de la vida común, prohibir conductas y prepararnos para lo peor que, al parecer, todavía no ha llegado.
A partir de ahora aprenderemos que las guerras no se ganan matando al otro o destruyendo sus dominios, sino con la fuerza de una solidaridad indestructible
El miedo en abstracto resulta más dañino aún para la colectividad que la evidencia del mal. Por eso diezmamos los supermercados, vaciamos las calles, nos vamos de las grandes ciudades donde nació todo contra las recomendaciones generales y extendemos los gérmenes sin consideración por todo el país en un constante desasosiego que, mal que nos pese, solo provoca la extensión del morbo de la peste. Nos movemos, ergo contagiamos y no podemos olvidar que los seres humanos somos puro movimiento, que el mundo entero está compuesto por pequeñas unidades que no cesan de girar. Nos piden que guardemos la calma y no acaparemos papel higiénico para empapelar nuestras ciudades, nos ruegan que no nos toquemos la cara, que no abracemos a nuestros seres queridos, ni les demos la mano, que guardemos las distancias de rigor para bloquear al bicho, que nos lavemos las manos concienzudamente muchas veces al día, que nos quedemos en casa, que no amemos demasiado ni brindemos en exceso en nuestros espacios favoritos, los bares.
Solicitan nuestra colaboración ciudadana para no congregarnos en una cantidad mayor a veinte individuos, para que mantengamos un metro de distancia con nuestro prójimo y para que tosamos contra el hueco de nuestro brazo, a nosotros que nos fascina andar en grupo, reunirnos para festejar cualquier cosa, dar la mano, besar a cascoporro, rozarnos sin cuento con los otros y hacer el amor en cualquier lugar que se tercie.
Qué duda cabe que estamos en guerra, que todo esto forma parte de los sacrificios exigidos en un ambiente bélico y que no tendremos más remedio que llevar a cabo, nos guste más o nos guste menos. A partir de ahora aprenderemos que las guerras no se ganan matando al otro o destruyendo sus dominios, sino con la fuerza de una solidaridad indestructible que emana de nuestra propia libertad y de nuestra fortaleza y que repercute en el bien común.
Siempre lo hemos llamado democracia.