¿Qué nos ha pasado?
La filosofía se perpetra en gabinetes a manos de seres extraños que, si dan en el clavo, cambian la vida de la sociedad durante décadas o siglos proponiendo un cambio sugestivo
Ha ocurrido con la sutileza de un estilete veneciano. Hemos sido afectados por una forma de pensar tullida que está echando raíces en aquellos predispuestos ... a la pereza intelectual. Baste con decir que la palabra que define esta catástrofe cognitiva es «posverdad».
Se sospecha que la «culpa» es de la filosofía ¡pobrecita mía!. Recuerdo que en una clase en la UPCT me puse muy abstracto en la resolución de un problema sobre resistencia de materiales y un alumno me espetó este reproche: «¡Antonio, eso es filosofía!». Fue una revelación. En ese momento me pareció que unos alumnos van a las carreras de humanidades por aversión a las matemáticas y el resto a las carreras técnicas por repugnancia a la filosofía. Agobiado volví a la pizarra.
El caso es que la filosofía se perpetra en gabinetes a manos de seres extraños que, si dan en el clavo, cambian la vida de la sociedad durante décadas o siglos proponiendo un cambio sugestivo, una nueva interpretación respecto de la forma de pensar anterior. A los filósofos les encanta contradecir a sus predecesores. En 1873 Nietzsche escribió 'Verdad y mentira en sentido extramoral'. Pero no se publicó hasta 1898, pues no estaba muy seguro de un contenido que contradecía el estado de opinión de la época. En él afirmaba que los conceptos que construimos, que nos permiten hablar sin estar delante de lo que nombramos, son etiquetas arbitrarias, metáforas que recortan arbitrariamente una realidad poblada de individuos concretos y diferentes creando, así, la ilusión de esencias eternas.
Este esencial punto de vista relativizó las certezas estimulando investigaciones sobre lo probable, lo fragmentario y diferente que han llegado hasta la teoría queer, pero, desgraciadamente, también hasta la mala fe cognoscitiva que padecemos en la política actual. En todo caso, una vez que Nietzsche fue indultado justamente del reproche de ser el inductor del nazismo por su ambiguo superhombre, no debe cometerse por segunda vez el error de culparlo de lo que haga la posteridad con sus ideas.
¿Y qué hizo la posteridad? Pues, sin perjuicio de los antecedente de los sofistas o los escépticos, los jóvenes filósofos de la posguerra encontraron en su libro el fundamento para investigar la razón última de las injusticias sociales. Tales injusticias se deberían al control del lenguaje que era la antesala del control de la sociedad, dado que el lenguaje sería performativo, es decir, capaz de producir efectos tangibles. Según se conformaban los conceptos de acuerdo con los intereses de los poderosos se afianzaban injusticias como el sometimiento de la mujer al hombre o del pobre al rico. El lenguaje sería la cadena que nos ataba al concepto de identidad como esencia eterna impidiendo ver la diversidad que nos constituye. Interesante.
Este carácter convencional de los conceptos minó la seguridad en la verdad, que sería una imposición de los fuertes. Una afirmación que dio alas a nuevas oleadas de pensadores jóvenes que con agudeza discursiva atacaron todo lo que parecía consolidado. Lo que permitió que emergiera la dignidad de los que injustamente habían sido encerrados materialmente en buhardillas o virtualmente en cabarés: los «raros». Ya fueran discapacitados cognitivos, personas de otras razas, mujeres bajo el yugo machista o personas con orientaciones sexuales no convencionales. Emergencia de la rabia acumulada en la marginación de siglos, pero que, no solo llegó exigiendo respeto e igualdad de trato con las mayorías de los supuestamente normales, sino que se afirmaba que no existe la naturaleza humana como sustrato fundamental, sino solo individuos agrupados de muy distintas formas. Y, en pirueta final, no solo se afirmó que la concurrencia de genoma, gónadas y genitales que llamamos hombre o mujer era un producto social, sino que lo eran también el resto de los géneros formando, así, una indefinida sopa carnal.
Estas reflexiones han limpiado las mentes del prejuicio metafísico (las cosas son para siempre), también ha barrido prejuicios, pero su desbarre final, desgraciadamente, ha abierto la puerta a quienes a la voz de que «los conceptos son arbitrarios» responden: «pues impongo los míos». Y, así, hasta la ciencia ha sido relegada a mera opinión en la lucha «cultural», aunque se siga usando contradictoriamente la tecnología fundada en ella. Y el colofón de todo esto es la destrucción de nuestro soporte material: el planeta. Un colapso de las barreras intelectuales y morales que ha propiciado el control de la poderosa maquinaria del estado por parte de aventureros, brujos y auténticos mentecatos.
Por eso, es obligado no perder la capacidad de frenar el desastre gobernando mediante la unión de las taifas de la izquierda y ofertas de cooperación leal a los restos de la derecha moderada para que evite su naufragio contra los bajos arenosos e irracionales del populismo de extrema derecha.
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