Alfonso
NADA ES LO QUE PARECE ·
Como diría el gran Galdós, a donde quiera que vaya siempre llevará consigo su novelaHasta que lo conocí, hace ya algunos lustros, el único Alfonso del que tenía conocimiento y por el que sentía admiración era el fotógrafo manchego, ... nacido en Ciudad Real en 1880, aunque la mayor parte de su vida la desarrolló en Madrid en donde realizó impecablemente su trabajo como fotoperiodista y donde terminó, como todo hijo de vecino, claudicando, es decir, muriendo, en 1953.
Este Alfonso, que tenía dos apellidos bastante comunes –Sánchez y García–, de los que no molestan a nadie, terminó por servirse únicamente de su nombre de pila, sin mayores aditamentos, sin conservantes ni colorantes, para triunfar en el oficio. Algunas de sus más célebres instantáneas, que la familia, con buen criterio, cedió para siempre a una institución del Estado para el disfrute general, las he visto colgadas, en exposición, o como simple elemento decorativo, en lugares como el Círculo de Bellas Artes de Madrid, en donde sirven, dicho sea de paso, un buen menú a mediodía por un precio razonable. Alfonso comenzó a cobrar fama cuando retrató, con sumo cuidado para que no se descompusiera tras siglos de reposo y silencio, el cuerpo incorrupto de san Isidro Labrador. No son menos populares sus fotos de políticos como el Conde de Romanones, Pablo Iglesias –el fundador del Partido Socialista, no el de ahora, que hubiera destrozado la máquina, como nos sucede a todos los feos que nos ponemos frente al objetivo– o don Antonio Maura.
Pero a los que nos gusta la literatura y somos pertinaces lectores, las placas, por llamarlas con el lenguaje de la época, que más nos han enternecido el corazón son las que Alfonso hizo a ciertos escritores. Por orden cronológico, está el retrato de Pérez Galdós que todo el mundo conoce porque suele, incluso, figurar en los libros de texto y llama la atención de los críos, mucho más que todas las explicaciones sobre su estilo y su obra. Don Benito aparece sentado, con mucha ropa de abrigo, coronado por una gorra y una bufanda alrededor del cuello que le tapa la mitad del fiero bigote. Sus botines parecen recién lustrados, como si Alfonso le hubiera concedido una tregua para que les pasara un trapo húmedo. El autor de 'Fortunata y Jacinta' está fumando. Cómo no. Fue la última de sus grandes pasiones, cuando dejó a un lado los placeres de la carne y apenas le quedaba vista para escribir. Pero lo más llamativo de esta fotografía es el enorme perrazo –probablemente, un mastín leonés– que posa a su lado, con la mirada puesta en el infinito, como si fuera consciente de que era su gran oportunidad para firmar la inmortalidad y pasar a la historia.
Baroja, al que nadie logró jamás arrancarle una sonrisa ni a tiros ni a tirones, fue otro de los escritores que pasó por la cámara de Alfonso. Y Valle-Inclán, tendido en la cama cuan largo era, mostrando, con orgullo y provocación, las suelas agujereadas de sus zapatos. Finalmente, don Antonio Machado, acompañado por una dama, está ante la mesa de un café, con ambas manos sobre la empuñadura de un bastón con el que, a buen seguro, debió compartir sus muchas penas y secretos.
El otro Alfonso, al que yo quería referirme aquí, fue, hasta hace poco, uno de los más destacados empleados de una conocida librería murciana. Un recinto que, con todo el asunto de la pandemia, ha pasado a mejor vida y nos ha dejado huérfanos a quienes lo visitábamos, a quienes lo convertimos en nuestro refugio, en un salón de pasos perdidos que servía para recibir y charlar con nuestros amigos, conocidos y saludados. Fue siempre un muchacho sencillo y discreto que conocía bien el oficio. En sus manos depositábamos nuestras cartas, nuestros mensajes, los libros que debía entregar a quienes los reclamaran, como si fuera una improvisada estafeta. No era chismoso, ni jamás tuvo una mala palabra con nadie. Le presenté a decenas de escritores –a Juan Marsé, a Arturo Pérez-Reverte, a María Dueñas, a Carmen Posadas, a Julio Llamazares...– y nunca salió de su boca el querer fotografiarse con ellos, hasta que estos se lo pedían. Alfonso, del que no sé ni siquiera sus apellidos, pero que sigue siendo igual de buena persona y leal amigo, se marchó de la librería, dejó el negocio, para emprender una nueva vida. Como diría el gran Galdós, a donde quiera que vaya siempre llevará consigo su novela.
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