Tokio, urbe consumista y reverencial
Aunque Tokio vive permanentemente agitada por el frenesí de un consumo sin fronteras, la fuerza de la tradición se nota enseguida en el lenguaje corporal, en las tímidas sonrisas, en el delicado detalle cotidiano, en el refinamiento que desprenden objetos y lugares, en las inacabables reverencias que se dedican unos otros... Para un occidental, llegar por primera vez a Tokio reúne todos los ingredientes de la aventura. Supone adentrarse en una cultura desconocida, diferente y, a menudo, incomprensible, que a cada momento regala muestras impagables de su compleja singularidad.
FRANCISCO LÓPEZ-SEIVANE
Viernes, 17 de junio 2016, 10:02
Pero no muy lejos, en la desembocadura del río, hay que dejarse caer al amanecer por el inmenso y excitante Mercado Central de Tsukiji, la mayor lonja de pescado del mundo, donde todo lo que se puede ver, oír y sentir resulta sencillamente indescriptible. Pero ¡cuidado!, por allí circula una inmensa flota de extraños vehículos de carga que se desplazan a velocidades de vértigo sin que la masiva presencia de visitantes despistados parezca arredrarles lo más mínimo. Para que nadie se tome a chanza esta advertencia, baste añadir que las instalaciones de este mercado ostentan el récord mundial de atropellos. Los impávidos conductores, siempre de pie, como si pilotaran una cuadriga romana, culebrean a toda pastilla por los angostos pasillos, completamente ajenos a la masiva presencia de mirones y viandantes.
A Odaiba, el moderno distrito de ocio ganado al mar que hace pensar de inmediato en el Puerto Olímpico de Barcelona, se llega en un tren sin conductor, totalmente automatizado. Un inmenso paseo entarimado y ajardinado permite contemplar, como si se estuviera en la cubierta de un lujoso trasatlántico, la boca de la bahía y el majestuoso Puente del Arco Iris que la cruza. Muy cerca, brotó, durante los trabajos de acondicionamiento, un manantial de aguas termales que ha sido convertido en el más popular Onsen de la ciudad, una especie de moderno balneario frecuentado por propios y extraños para recrearse en la singular tradición nipona de los baños.
En contraste con la modernidad de Odaiba, el barrio de Asakusa, en las márgenes del río, sorprende por el sabor de sus callejuelas, de sus numerosos restaurantes populares y, sobre todo, por la presencia imponente del viejo Templo de Cannon, en cuyas proximidades se celebran ocasionales y coloridos festivales religiosos. Es éste un importante centro budista al que acude cada día una muchedumbre abigarrada de turistas, peregrinos y devotos. He de confesar que al acercarme al templo, arrastrado por aquella masa de visitantes que avanzaba lentamente entre inacabables ringleras de tiendas, me pregunté de qué naturaleza era el impulso que me hacía seguir avanzando. No supe discernir entonces si se trataba de ese insensato empeño, tan propio de los turistas, de querer conocerlo todo o si mi presencia allí se debía exclusivamente a la imposibilidad de escapar de la claustrofóbica riada humana que me arrastraba sin remedio. Sin embargo, cuando finalmente logré zambullirme en la paz de la pagoda, tras la preceptivas abluciones de humo sagrado, me dije con satisfacción que el esfuerzo había valido la pena.
Harajuku es una zona tranquila y agradable para pasear, particularmente los jardines que rodean al templo, construido en 1920 en memoria del gran Emperador Menji, quien sacó al Japón de su prolongado y anacrónico aislamiento internacional. Aunque destruido por los bombardeos de la II Guerra Mundial, ha sido reconstruido primorosamente con auténticos cedros nipones. Los días laborables es un lugar apacible, pero quien se acerque por allí un fin de semana se encontrará, sobre el amplio puente que da acceso al parque, con una sorprendente asamblea de adolescentes disfrazadas de gótico que expresan su rebeldía y gusto por la individualidad a espaldas de sus padres. Las chicas se pasan las horas agrupadas en cuadrillas sin otro objeto que decorar el paisaje hasta que llega el momento de cambiarse de ropa en los servicios del metro para regresar a casa como si volvieran del cine. Muy cerca se encuentra la famosa Takeshita dori, una calle donde los jóvenes adoran comprar la última moda, camisetas con inscripciones y medias de rabiosos colores. A mí me recordó mucho al Carnaby Street de los años hippies.
Y si su visita a Tokio es con vuelta a su lugar de origen, tendrá la ventaja adicional de disfrutar de la magia de un viaje a Japón puede empezar mucho antes de aterrizar en tierras niponas. Quien tenga la fortuna de viajar, por ejemplo, en la clase Seasons de la Japan Airlines se verá inmerso anticipadamente en un mundo que recuerda la quietud, el silencio y la armonía de un templo zen. El servicio reverencial, la limpieza extrema, la delicadeza en el trato, que lleva a las azafatas a ponerse de rodillas para hablar con los pasajeros, y el confort de asientos que se transforman en camas con sólo apretar un botón, hacen que el viajero sienta que «ya nunca abandonará» ese mundo ordenado, insólito, ancestral y misterioso. Por no mencionar el menú que se sirve a bordo, una sorprendente selección de delicados platos adornados con ramitas aromáticas que induce a cuestionarse si el gran invento de Ferrán Adriá no habrá sido precisamente la cocina japonesa.