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Agentes de la Guardia Civil en la casa de Camposol donde hallaron los cuerpos de los ecuatorianos. A. GIL / AGM

Descuartizar para borrar el rastro: la crueldad tras los crímenes de Librilla y Mazarrón

El hallazgo de cuatro cuerpos desmembrados este año evidencia un paso más allá en los homicidios en la Región de Murcia

Domingo, 7 de septiembre 2025, 07:37

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Hay crímenes que pesan más que otros. No por las vidas que se apagan, que en todos los casos la tragedia y el dolor son los mismos, sino por el rastro de brutalidad que dejan tras de sí. No es fácil poner las palabras adecuadas sin tener la sensación que existe un halo de provocar asombro y escándalo gratuito, aunque esa no sea la intención. ¿Cómo elegir las palabras adecuadas a lo que ocurrió en Librilla y en Mazarrón este año, cuando aparecieron los cuerpos desmembrados de cuatro hombres a los que sus familias llevaban meses buscando? Los dos primeros, en un depósito de aceite usado; los otros dos, en un zulo excavado en una vivienda.

Porque, aunque los homicidios siempre sacuden, según los expertos, el descuartizamiento supone un paso más allá a la atrocidad. No se trata solo de arrebatar una vida, sino que es vapulear también la integridad de un cuerpo, convertirlo en fragmentos, negar la forma última de la identidad. Y es una frontera que trasciende de la muerte, por eso provoca un repudio mayor.

El rastro de Jean Mirabeau Ngoho y Siaka Coulibaly se perdió en diciembre de 2024. Seis meses después, la Guardia Civil rescataba sus restos de un depósito de aceite usado, ocultos en las entrañas de una nave industrial en Librilla. Los investigadores sospechan que ambos, de Camerún y Costa de Marfil, habían acudido a una reunión por un negocio fallido y terminaron siendo asesinados por los empresarios con los que se citaron. Isabella, la esposa de Jean, lo había dicho entre lágrimas a principios de año. «Rezo para que digan dónde están o qué les hicieron», relató tres meses antes de que los encontraran.

Un guardia civil en el depósito donde estaban los africanos, en Librilla.

Apenas tres meses más tarde, en la urbanización Camposol de Mazarrón, la historia se repitió con otros nombres y otra nacionalidad. José Patricio Chango, de 43 años, y Edwin Guillermo Cambal, de 32, ecuatorianos que trabajaban en la limpieza de piscinas, fueron vistos por última vez el 16 de abril. Sus familiares denunciaron la desaparición, buscaron por descampados y pidieron ayuda al consulado. A finales de agosto, agentes especializados de la Guardia Civil hallaron sus cuerpos descuartizados y ocultos en un zulo subterráneo de la vivienda donde residía un hombre, un okupa, el único detenido hasta el momento.

A principios del mes pasado pudo haber hasta un tercer caso, pero quien supuestamente tenía que llevar a cabo el desmembramiento, no pudo hacerlo. Este tercer episodio tuvo lugar en Cabezo de Torres. Allí, el cadáver de David Valera, apodado 'El Lucero', fue encontrado el 3 de agosto en un armario tras varios días de convivencia macabra con el propietario de la casa, 'El Muelas'. Había muerto degollado, pero el dueño del piso relató que quien lo mató le ordenó descuartizarlo y deshacerse del cuerpo. No lo hizo, pero 'El Lucero', la víctima del 'crimen del fumadero', estuvo cerca de ser el quinto cuerpo descuartizado este año. Una cifra jamás vista en la historia reciente de la crónica negra de la Región.

Y surge la pregunta de quién es capaz de dar ese paso tras un asesinato. La criminóloga Leire Fernández lo resume en dos motivaciones principales. «Ocultar pruebas o imponer poder. En muchos casos —explica— el descuartizamiento es una forma desesperada de hacer desaparecer un cuerpo difícil de trasladar. Pero en otros, sobre todo en ajustes de cuentas o en crímenes de odio, hay un componente simbólico, como demostrar que no solo te he matado, sino que también te niego tu cuerpo, tu dignidad».

Los estudios lo confirman. Un trabajo de la Escuela de Medicina Legal de Madrid analizó 34 casos de desmembramientos en España entre 1990 y 2020. El 85% de los agresores eran hombres, la mayoría de entre 26 y 40 años. La motivación más frecuente era defensiva —ocultar o dificultar la identificación del cadáver—, seguida de la agresiva, en la que la mutilación es un acto de rabia, y la ofensiva, vinculada a la humillación o incluso al sadismo sexual.

Pero, pese al impacto, se trata de un fenómeno excepcional. Solo el 0,29% de los homicidios registrados en España entre 1990 y 2016 incluyeron un descuartizamiento. 35 casos de un total de 12.013, según los registros. «Es algo muy raro, pero al mismo tiempo muy perturbador. Por eso cala tanto en la memoria colectiva», señala la experta.

Sin condena penal

Y más allá del horror está la ley. El abogado Eduardo Romera recuerda que en España «no existe un delito de descuartizamiento como tal». Cortar un cadáver ya sin vida no supone una pena añadida. Lo que sí se castiga es el encubrimiento —ocultar un cuerpo— o, si el acto ocurre en vida, el ensañamiento, agravante de asesinato. «Otra cosa es lo que implica psicológicamente enfrentarse a esa acción. Requiere una frialdad y unas condiciones que no cualquiera soporta», apunta el letrado.

La criminóloga lo subraya y afirma que el momento del desmembramiento revela mucho del autor. «Si los cortes se hacen con herramientas que estaban a mano tras un crimen impulsivo, suele tratarse de un acto improvisado. Si hay sierras, bolsas compradas de antemano o lugares preparados, la investigación apunta hacia la premeditación. En ese detalle, aparece la personalidad del autor. La improvisación del que actúa por miedo o la organización del que buscaba ese final concreto».

Los tres casos recientes en la Región muestran la doble motivación. En Librilla y Mazarrón, la intención de ocultar el crimen bajo toneladas de aceite usado en una nave abandonada o en un zulo de una vivienda. En Cabezo de Torres, la violencia súbita por una discusión, seguida de una orden fallida de trocear el cuerpo para hacerlo desaparecer. Pero al final, el resultado fue el mismo.

Porque matar es pasar el límite, pero desmembrar es cruzar a otro territorio, donde el crimen adquiere la envergadura de profanación. Un lugar donde la justicia debe castigar a los culpables, pero también no dejar impune los actos de quienes violan la dignidad póstuma y ultrajan un cadáver.

  1. 'El crimen de los holandeses' y 'El Bolas', dos precedentes cercanos

Los recientes hallazgos de Librilla y Mazarrón devuelven a la memoria otros episodios de crueldad que estremecieron a la Región. Entre ellos, el crimen de Javier R. H., alias 'El Bolas', hallado descuartizado en el maletero de un coche en San Javier en 2015. Diez años después, el caso se encamina a juicio tras múltiples aplazamientos.

Javier, exjugador de balonmano y vinculado al narcotráfico, apareció con dos disparos en la cabeza y su cuerpo mutilado en bolsas de basura. La investigación llevó a la detención de Jesús Ángel, alias 'Chulín', acusado de asesinato. La Fiscalía solicita 15 años de cárcel, mientras que su abogado, Eduardo Romera, insiste en que «no existen pruebas materiales que lo incriminen» y denuncia «irregularidades en la instrucción».

Unos años antes, en 2013, el crimen de los holandeses reveló que los asesinatos en la Región podían ir un paso más allá. Ingrid Visser, estrella del voleibol internacional y embarazada, y su pareja, Lodewijk Severein, fueron asesinados en la llamada Casa Colorá de Molina de Segura. Sus cuerpos, descuartizados y enterrados en un huerto de Alquerías, aparecieron en bolsas con sosa cáustica. El exgerente del club Voleibol Murcia, Juan Cuenca, fue condenado a 34 años de prisión. La misma pena –34 años– se le aplicó a Valentín Ion, que acabaría falleciendo en prisión. Constantin Stan, por su parte, solo afrontó cinco meses de cárcel por encubrimiento.

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