Tiempo de alarmantes bardomeras
Las cañas invaden muchos cauces pues no se observa la histórica costumbre de mondarlos
En este mundo no pasan más cosas malas, como diría un huertano viejo aunque jamás pisara una iglesia, porque Dios no quiere. Y esa máxima ... adquiere, en tiempos de tormentas como el actual, una actualidad inquietante.
Ahora, por lógica precaución, mientras las televisiones se llenan de alcaldes dando partes, urge cerrar colegios y centros sociales, cortar el tráfico en zonas de peligro y tabicar puertas con bardos y buenas manos de yeso.
Entonces solo queda esperar, santiguándonos cuando relampaguee e invocando a Santa Bárbara Bendita, a que pase la nube. Sin embargo, conviene recordar que hemos tenido muchos meses para adoptar otra precaución indispensable: mantener los cauces limpios. Y muchos no lo están.
Eso comprobaron (y criticaron) miles de murcianos cuando hace un mes, acompañando a la Fuensantica camino del monte, cruzaron el puente sobre el Reguerón camino de Algezares. Casi se podían tocar las cañas, que alcanzaban varios metros de altura. Pero aquí no pasa nada, oiga.
El grave problema de las cañas reside en que forman bardomeras. Otro precioso término murciano en vías de extinción. Al colesterol de los cauces de la huerta, pues los atrancan hasta reventarlos como si de arterías se tratara, lo llamamos bardomeras.
El término, tan nuestro, ha resistido el paso del tiempo y hasta el diccionario de la RAE lo acoge con cierta reverencia: «Murcianismo. Broza que, de los montes y de otros parajes, traen en las avenidas los ríos y arroyos».
Son esas pequeñas islas errantes de cañas y raíces que, con cada crecida, se echan a navegar por el río como náufragos vegetales. Viajan sin rumbo hasta que, tarde o temprano, todo se emboza. Otro verbo de vieja estirpe huertana que aún sobrevive, aferrado al habla popular como el limo al cauce.
Basta asomarse a nuestra historia para comprender el desatino que supone abandonar el saneamiento de los cauces. Aquí lo llamamos la monda, aunque el término, pese a su sonoridad alegre, no provoque risa alguna.
Su trascendencia es tan antigua como decisiva. Ya en 1310, uno de los privilegios concedidos por Alfonso X a la ciudad se refería expresamente a esta tarea esencial. Y mucho antes, en tiempos musulmanes, las aguas se limpiaban cada año con la precisión de un rito heredado.
Las Ordenanzas de la Huerta de 1849 reafirmaron esa tradición con celo casi monástico: las acequias debían mondarse cada marzo, «primero las de un lado de la huerta, comenzando el primer domingo, y luego las del otro, el tercero, sin falta». En agosto, una segunda limpieza servía de repaso, como bien recuerda el refrán: «quien en marzo no monda, en agosto remonda». Y aun así, la vega seguía padeciendo, una y otra vez, las furias del río desbordado, como si la naturaleza quisiera recordarnos que la dejadez siempre acaba cobrándose su tributo.
La Confederación Hidrográfica aunque invierte, invierte poco en erradicar esa especie dañina e invasora y cuya única probaba utilidad es sostener las maticas de sabrosos tomates que crecen en la huerta murciana. Habría que apretar un poco más. Para luego no lamentarnos. El novelista Thomas Hardy escribió una obviedad, pero muy bien traída: «El miedo es la madre de la previsión». Aquí parece que no tenemos miedo. E igual tampoco vergüenza.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión