La curiosa forma de llamar a los primeros días de otoño en Murcia
En otra curiosa dualidad murciana, a los primeros días de la estación otoñal los llamamos «veranico de los membrillos»
Al murciano, por ser mediterráneo, se le llena la boca hablando de la bella primavera que adorna esta tierra, de las más hermosas que haya ... en el mundo. Y tiene razón. Luego llega el verano con su calorina, sus playas y sus sierras cuajadas de gentes que buscan frescas noches. Como igual de frescas las desean, sin ver su deseo cumplido, quienes más tarde, cumplido el 31 de agosto, regresan a la capital.
Comienza entonces otra estación breve y única en Murcia: la Feria de Septiembre, con su algarabía de vecinos del común atestando los Huertos, el estruendo de La Fica y, como broche de plata del trono de la Fuensanta, la romería al monte cuando el año que no llueve es año de calor.
Sin embargo, frente al cursi dicho de «la primavera ha venido y nadie sabe cómo ha sido», en nuestro espléndido rincón del planeta nunca sabemos cuándo llega el otoño. Si que alguna vez viene.
De entrada, aunque el calendario pruebe que la estación ya está aquí, en otra hermosa dualidad murciana (y española), llamamos a los últimos días de septiembre «el veranico de los membrillos».
Así se denomina pues suele coincidir esta otra miniestación alrededor del 29 de septiembre, fecha en que se celebra la festividad de San Miguel Arcángel. Por este tiempo, además, culmina la maduración y recolección del membrillo, un fruto cuyo punto óptimo de cosecha se sitúa precisamente durante esos días.
Es el otoño murciano tiempo de celebrar bodas, huyendo del bochornazo pasado y sin pensar mucho en las tormentas, si bien cada vez más escasas, que puedan deslucir la ceremonia. No hay remedio más infalible que regalarles huevos a las monas Anas.
Hubo una época en que los diarios dedicaban artículos de elogio a una estación que comparaban en atractivos con la primavera.
El maestro Galiana, por citar un ejemplo, así la describía en el diario 'Línea' allá por 1961: «Tiempo de otoño, preludio crepuscular. Violines a cuatro palmos de nuestro corazón. Candilejas chaplinianas en el recuerdo. Tiempo de otoño para amar y no ser amado, porque sería mucho pedir afinidades efectivas en asuntos tan graves».
Unos años después, en 1981 y en el mismo diario, el que sería director del Museo Gaya, Manuel Fernández-Delgado, aseguraba que la policromía del gran pintor Pedro Flores le evocaba el otoño. «El otoño –continuaba Manuel– tiene un color tan jugoso, tan delicioso, tan violento a veces». Para él, eran «más limpios y dulces» los cielos de esta estación que aquellos de la primavera. Coincido.
El otoño antiguo, a caballo entre el siglo XIX y el XX, pese a la creencia de muchos, era más movido que el actual. Eso sí, en lo tocante a celebraciones religiosas. Incluyamos ahí las solemnes novenas de la Virgen de la Merced, del Rosario en Las Anas, de San Francisco de Asís o de Santa Teresa, en el convento del que ya no queda un piedra. Sin olvidar otra programada en San Juan Bautista, en honor a Cristo Rey.
De vuelta al cine y al teatro
El cronista Carlos Valcárcel recordó en su día que Murcia atesoraba dos cabarets de cierta vitola: en la plaza Fontes, el Gloria, cuyo propietario era Julio 'El Noy', y el Gong, «que ostentaba el pomposo título de academia de baile» y estaba ubicado en la calle de Zambrana.
El maestro apuntaba que las restantes salas de fiesta no pasaban de la categoría de «casas tituladas de manera nada correcta para repetir su nombre».
Eso sí, la oferta de cines se disparaba en cuanto acababa el verano, temporada donde sólo abría sus puertas una sala: el Luna Park, que luego llamarían Murcia Parque.
En otoño volvían a funcionar los cines Ortiz, Iniesta, el Sport Vidal y el Popular. Súmenle a ellos la reapertura de los teatros Romea y Circo. Entretanto, cuando comenzaba a refrescar, los murcianos renunciaban a sus ineludibles paseos veraniegos y vespertinos por el Malecón. En su lugar, eran las céntricas calles Trapería y Platería las elegidas para matar el tiempo, cuando menos un par de horas cada día.
La incógnita siempre fue, como lo sigue siendo, cuándo comenzará a refrescar de verdad. Las hemerotecas prueban que, desde que el mundo es mundo y a los michirones se les echa sobrasada, el fresquete (que no el frío) se retrasa.
En 1941, por ejemplo, contaba un redactor del diario LA VERDAD que «estábamos los murcianos gozando de unos días de octubre totalmente primaverales» sin sospechar que el frío «se haya metido de rondón y es preciso precipitar los cambios de vestidura».
Los huertanos, por otro lado, andaban a lo suyo, los pobres. Para la inmensa mayoría, eso de veranear no era impensable, pues más de uno lo soñaría, pero sí inalcanzable. Y en llegando el otoño había que volver a sembrar ese fantástico catálogo de hortalizas como las acelgas, espinacas y lechugas; legumbres como los guisantes y habas. O zanahorias, ajos, coles, cebollas y puerros, aprovechando el clima fresco para su desarrollo. Pero esa es otra historia, tan sabrosa o más que esta que les cuento.
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