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Juana Martínez
Lunes, 27 de marzo 2023, 02:02
Las dificultades han sido una constante para Carmen Pérez en su vida profesional. Antes de comenzar ya tuvo que enfrentarse a la negativa de su ... familia a que estudiara. «Mi padre me apoyó más, pero a mi madre le costó. En aquella época no se entendía que una mujer trabajara fuera de su casa», rememora. Comenzó en Murcia Magisterio y Química, siendo la primera mujer de Los Ramos, su localidad natal, en estudiar una carrera, pero pronto se dio cuenta que no era lo que quería hacer. Una tarde paseando frente al Palacio Episcopal vio a una chica de Cáritas que promocionaba los estudios de asistente social. «Estuve hablando con ella y me fascinó lo que me contó, así que me fui a Madrid a estudiar», recuerda ilusionada. Corría el año 1969.
Volvió convertida en la primera asistente social de la Región. Y quedó segunda en unas pruebas para trabajar en la refinería de Escombreras en Cartagena. La primera persona renunció y llegó su turno. Sin embargo, no tuvo la oportunidad de desempeñar ese puesto porque «cuando me hicieron la entrevista personal, le dije al director que me iba a casar y no me lo quisieron dar». Este revés no frenó sus ganas de desarrollarse profesionalmente ni de formar una familia. Se casó y tiene tres hijos. Y en 1973 comenzó a trabajar tres tardes a la semana en el Ayuntamiento de Molina de Segura.
Antes coincidió un tiempo con Julia Bascuñana, a la que recientemente han otorgado una calle en Murcia, en La Paz. Ambas desarrollaban una labor de integración social entre los más desfavorecidos del barrio murciano. Un año después empezó a compaginarlo con otro empleo en la Delegación del Gobierno, en el que estuvo cuatro años. Eran los últimos años de la dictadura y se encargaba, entre otras cosas, de gestionar las pensiones no contributivas. En el Consistorio molinense desarrolló su trabajo hasta la jubilación, en 2015.
«Empecé yo sola y cuando me fui dejé un equipo de sesenta y cinco personas», afirma con orgullo. En la administración municipal libró una ardua batalla con los sucesivos equipos de gobierno para «cambiar la mentalidad acerca de la atención social, de beneficio asistencial a derecho básico». Contó con la colaboración de las asociaciones que intermediaban porque «a la gente le parecía denigrante acudir a pedir ayuda. Eran ellas, entonces, las que nos informaban de dónde hacíamos falta». Formó parte del primer consejo municipal de bienestar social, que contaba con presupuesto y equipo propio de educadores.
Gracias a esta labor primigenia en el ámbito de la asistencia social, en 1995 se inició como docente en la recién creada Escuela Universitaria de Trabajo Social de la UMU, hoy día es la Facultad. Una vez dentro de la universidad, decidió cursar sociología por «el aporte adicional de conocimiento» para su profesión. Estudiaba por la noche mientras sus hijos dormían. Fue profesora de prácticas porque «la teoría está bien pero esto es fundamental». «Somos la puerta de entrada de las demandas sociales. Todo nos viene, pero tenemos pocas competencias», afirma sobre la labor del trabajador social. Un puesto que cree que sigue «invisibilizado». Por eso se sorprendió esta semana cuando se le otorgó el III Premio Profesional de Trabajo Social.
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