La naturaleza de Annie Dillard
Malpaso publica 'La abundancia', una recopilación de ensayos de la escritora norteamericana, premio Pulitzer y candidata al Nobel
En tiempos de confinamiento forzado, incertidumbre y angustia por la pandemia del coronavirus, se agradece que la editorial Malpaso haya publicado en España 'La abundancia', una colección de ensayos breves de la escritora norteamericana Annie Dillard (Pittsburgh, Pensilvania, 1945). La autora de 'Una temporada en Tinker Creek', libro por el que recibió el Premio Pulitzer en 1975 antes de cumplir 30 años, mira a la naturaleza como pocos escritores (algo así como una especie de Thoreau 3.0) y es capaz de sacar oro de cualquier acontecimiento que a cualquiera nos pasaría desapercibido. Eso debe de ser el talento.
Los lectores veteranos de Annie Dillard disfrutarán con el estilo inconfundible de esta devota de los espacios abiertos, la lumbre encendida y la observación sosegada del paisaje y sus detalles. Quienes la descubran ahora, en estos 21 textos traducidos por Ignacio Villaro Gumpert, se sorprenderán de su estilo asombroso, lírico y directo cuando es necesario, siempre bello.
Leer un par de páginas de AD es como echarse un trago de agua fresca en una fuente y secarse la boca con el dorso de la mano: «Acaricié la hierba marchita por el invierno, enroscándomela en la punta del dedo como si fuera pelo, doblando las puntas con las palmas. Otro año que se acaba, desenrollado y caído en cualquier sitio como un estandarte que se tira, pintado con tonterías» ('Las aguas lustrales').
Reflexiones, observaciones, viajes y contacto gozoso con animales, ríos y montañas. La literatura de Annie Dillard nos obliga a alzar la cabeza para mirar a nuestro entorno con otros ojos. Por sus páginas desfilan osos, ciervos, comadrejas, chinches gigantes de agua, polillas y otros bichos que la poseedora de la Medalla de las Artes y las Humanidades (la distinción cultural más importante que concede Estados Unidos, entregada en 2015 por Barack Obama) describe con la frescura de las primeras veces: «El pato joyuyo se fue volando. Apenas entreví una especie de torpedo reluciente que aplastó las hojas de las que partió. De vuelta en casa, me tomé un cuenco de gachas; bastante más avanzado el día, llegará el prolongado sesgo de luz que significa buenos paseos» ('A pie por el valle de Roanoke').
En estos tiempos de cólera, prisas y confusión, se agradece un poco de calma. Ese bálsamo se encuentra sin duda en libros como 'La abundancia' (también se agradece la primorosa edición en tapa dura).
Atentos: «Soy una exploradora, pues, y también una acechadora o el instrumento de la propia caza. Algunos indios tallaban largos surcos en el astil de madera de las flechas. Llamaban a esos surcos 'marcas de rayo', porque recordaban a las hendiduras curvas que los rayos tajan en los troncos de los árboles. La función de las marcas de rayo es la siguiente: si la flecha no acierta a matar la pieza, la sangre de una herida profunda será canalizada por la marca de rayo, formará un reguero astil abajo e irá salpicando el suelo, dejando un rastro de gotas sobre hojas anchas, en piedras, que el arquero, descalzo y tembloroso, puede seguir hacia cualquier espesura profunda o rara a la que conduzca. Yo soy el astil de la flecha, tallado en toda su longitud por luces, retazos y cuchilladas del mismo cielo, y este libro es el rastro de sangre descaminado».
Después de leer esto, cualquiera se atreve a escribir una línea.