Ana María Martínez Sagi: rebelde con causa
El legado de La Sagi es inabarcable. Ese es el adjetivo que utiliza Juan Manuel de Prada, quien dedicó unos años a investigar su figura.
Sagi fue poeta, ensayista y «virgen del stadium», como tituló algún periódico de la época. Trabajó de secretaria en el Ayuntamiento de Barcelona, fue la primera mujer directiva del Barça (su padre era el tesorero). También reportera de guerra y algo más. La primera línea de fuego le regaló una herida de metralla. Se libró de una muerte segura porque su cuñado era cónsul de Colombia en Barcelona y la ayudó a pasar a Francia. Allí apoyó a la resistencia.
En su exilio fue pintora callejera, cultivó flores para perfumistas y se convirtió en la decoradora de los ricos de la Costa Azul. Una de sus primera clientas fue La Begum Shalima, esposa del Aga Khan. Por aquel tiempo conoció a unas estudiantes americanas, que la recomendaron para ser profesora de Literatura Española y Francesa en la Universidad de Urbana (Illinois). Allá estuvo varios años.
Llegué a la figura Ana María Martínez Sagi por su faceta deportista y me encontré con todo esto. La Sagi fue una auténtica pionera. Practicaba de todo menos el fútbol, que se le antojaba excesivamente agresivo. Tenis, esquí, atletismo. Fue campeona de jabalina. Lanzó el artefacto a 20 metros 60 centímetros. Un hito para los años 30.
Ana creó un club deportivo donde mujeres de toda clase y condición social participaban. Su lema: feminidad, deporte y cultura. Esta mezcla de clases disgustaba a su entorno burgués. Las chicas se iban a nadar a la playa de la Mar Bella. «¡Ahí van las locas!», exclamaba el populacho.
Nuestra rapsoda guerrillera recibe una esmerada educación en un colegio de la Orden San José de Cluny. Hablaba francés, castellano y catalán. Una lengua que los padres consideraban de payeses, poco usada por su entorno. Ella nació al catalán al tiempo que sus inquietudes políticas.
Varios hechos marcarán su vida. Una fue la muerte de su padre a temprana edad, un empresario textil, que apoyaría a su hija en sus inquietudes. Otro acontecimiento importante fue el amor no completamente correspondido con la escritora Elizabeth Mulder. Mulder era viuda y experimentada. Despertó la curiosidad de La Sagi porque, sencillamente, escribió de forma elogiosa sobre ella. Juntas pasaron una semana en Alcudia (Mallorca). Toda su vida y su poesía pivotaron sobre aquellos días. En las noches donde aparecía «el látigo fugaz del faro desvelado».
Mulder y Sagi romperán su relación. La madre de esta la obliga. Se dice que «torturaba» a su hija por sus tendencias y sus intereses intelectuales. El aire entre ellas era irrespirable.
Un discurso de Durruti cala en la joven Ana y se marcha a pelear y a trabajar de reportera. Defiende valerosamente sus convicciones. Regresaba de cuando en cuando a Barcelona, donde ya escaseaba la comida. Le llevaba víveres a su amor quien la recibía con más miedo que pasión. En aquellos días siempre llevaba su pistola al cinto. La Sagi se convirtió en una pesadilla para Mulder, de ideología mucho más conservadora.
Tantos años de exilio apagaron su voz. Su voz que era reconocida y admirada por los medios y el 'mainstream' de la época.
Aparte de sus trabajos periodísticos en 'La Rambla' y 'Las Noticias', publicó varios poemarios de gran éxito en aquel momento. La Sagi era popular y querida. La Guerra Civil partió en dos su vida, como la de tantos otros, y cuando regresó ya nada era lo mismo.
Primero, compartió vivienda con su hermano y sobrinos. Después se retiró a Moyá.
Las palabras de La Sagi tras una breve resurrección muestran su dolor. Primero se sintió profundamente incomprendida: «En el Barça, los hombres fumaban puros enormes y no aceptaban ni una sola de mis sugerencias».
En los 70 su obra apenas figuraba en el panorama literario. Borrada por 40 años de dictadura. Me habéis olvidado, clamaba. Su tiempo había pasado. De Prada consiguió el milagro y la trajo de nuevo al mundo de los vivos. Al mundo de la ficción y de las letras que es, a la postre, inmortal.
La Sagi sorprende e hipnotiza con sus versos: «El corazón al rojo / ha marcado certero /la huella perdurable / de este minuto intenso». Mulder comprendió su exquisita singularidad: «entre tanta mujer que chilla, de pronto, una mujer que canta. Su voz es pura y desnuda».
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