Los toros y la vida
La vida en las plazas se halla en el graderío. Existe una sociología en los gestos, en la forma de estar frente a la faena, ... de sentir la tauromaquia que no se encuentra en ningún lugar del mundo. El público que acude a una corrida se comporta con unas normas de cortesía ancestrales. Exige y es exigido. La entrada le permite el derecho al orgullo y la responsabilidad. El pago libera las emociones. Las bancadas de piedra y madera le mantienen alerta. No hay mejor juez en los toros que el mandato popular. Hay sinceridad en su aplauso y propósito de enmienda en el silbido. El graderío reclama justicia por el camino de la belleza, aunar estas dos fuerzas compromete al amante de los toros con un silencio liberador: la plaza es algarabía hasta que el torero enfrenta al toro con el estoque por delante.
Nada sería de la fiesta sin el público. Hay misticismo entre el ser humano y el animal, en la lucha acompasada por la danza trágica, pero es necesario la participación del público. Es la gente quien le da sentido al escenario, quien pone nombre a los pases, a los muletazos, quien se compadece del toro en los instantes finales, cuando el matador no atina con la espada y convierte la lucha en un dolor fallido. Para que la función griega dé inicio, las tribunas deben de estar llenas. Los toros han sido siempre un espectáculo popular. Su idiosincracia empezaba en el campo, en una dehesa al amanecer, cuando las gentes arrojadas a la pobreza vislumbraban las mandas de toros bravos correr por la llanura. La piel de toro con la que describió Estrabón la península ibérica renace cada instante en los pueblos, en las localidades que hacen de este animal un templo de emociones.
Arte popular otorgado a un torero para representar la victoria frente a la muerte. El torero es un enviado. Su estoque lo empuñan los aficionados que mantienen el aliento hasta que animal cae a tierra. Es el momento de la música. La banda es liberación, señal de que la fiesta continua, de que la vida se ha impuesto. Yo he visto torear a Paco Ureña al son de los acordes de una trompeta, y a Roca Rey helando el silencio de una plaza ante la última acometida del toro moribundo. Cuando acaba la función y las luces del teatro griego se funden en negro, queda un regusto de melancolía en la memoria, una melodía de canción dispersa que nos acompaña a casa. El último gesto de una plaza vacía siempre lo marca una canción que queda retumbando en el círculo de arena sin salir de los límites de la cal.
Los toros siempre han dividido este país que ya nació en el auge de la división. A principios del siglo XX, la sociedad se identificaba con Belmonte o Joselito el Gallo
Los toros siempre han dividido este país que ya nació en el auge de la división. A principios de siglo XX, la sociedad se identificaba con Belmonte o Joselito el Gallo. Luego llegaron las viudas de Manolete, los que aliviaban en las gradas la represión de una España en blanco y negro. Los debates bizantinos sobre el arte de José Tomás. Los tratados teológicos acerca de la inspiración de Morante. El punto álgido de la discusión se produce en las plazas. Hay expertos en ganaderías, aficionados que prefieren la espontaneidad del animal que el oficio del torero. Los hay exigentes y críticos. Estos piensan que la mejor corrida ya la vieron hace décadas y lo demás es simulacro. Otros se maravillan ante el mínimo gesto de su ídolo y regalan olés a bajo precio. Todos confluyen en el asalto final, contra el juez de plaza, cuando sacan los pañuelos blancos y silban para echar al torero del ruedo, que es suyo y ha sido prestado, momentáneamente, para invocar el arte. El momento de la decisión final recuerda a las velas del barco de Teseo que anuncian la tragedia. El blanco salva, libera y origina. El negro es muerte. Claudica como el día.
Cuando acaba la faena, lo que ha sido queda en cada uno de los aficionados que abandonan la plaza. Durante unas horas ha servido de tribunal, de sucursal de belleza y de decepciones. Los toros vivirán mientras haya taurinos que llenen las plazas. Los estudiosos buscan el origen en el ruedo, pero basta con observar a la grada para conocer la verdadera esencia de la fiesta: está en los ojos de los que miran, no en la arena que aguarda.
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