Verla y no reconocerla
Mi madre ya me lo decía de pequeña, tan lista para algunas cosas... y sin embargo convencida de que la Virgen no era una, sino ... decenas: una distinta por cada advocación. Más tarde entendí que, en realidad, aquello se parecía bastante al universo de las Barbies: cada una representa un rol distinto del mismo personaje –aunque hay Barbies mutuamente excluyentes–. Diré en mi defensa que las hermanas de mi abuela decían que la patrona de mi pueblo, la Consolación, era prima hermana de la patrona de Murcia, la Fuensanta.
Esta semana, la Virgen de la Macarena de Sevilla ha ingresado de urgencia en el Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico para evaluar los retoquitos estéticos a los que la han sometido, tras lo que debía ser una sencilla 'skincare routine'. Pestañas 'drag', 'smokey eye', 'blush lifting' o 'contouring' en la nariz –mejor aplicado que el de cierto presidente, eso sí–. Algunos sostienen que la cosa ha ido más allá y que el filtro 'beauty' tiktokero afecta a la boca y las cejas. Un sindiós, vamos. Los devotos coinciden en el diagnóstico: no la reconocen. Es revelador que durante días este haya sido el debate más candente –e ingenioso– en internet, hasta el punto de eclipsar las emanaciones de la Moncloaca. Por supuesto, como era de esperar, no ha faltado mi comentario cuñado favorito: ¿otra vez hablando de un trozo de madera pintado?
La María Santísima de la Esperanza Macarena Coronada –de ciprés y pino policromado– es una talla del siglo XVII anónima, atribuida al taller de Pedro Roldán, así que es fácil suponer que es imposible que su apariencia haya sido la misma en sus cuatrocientos años de existencia. ¿Entonces, si conociéramos el aspecto exacto que tenía, tendría sentido intentar recuperarlo? No, claro que no. En la historia del arte hay miles de ejemplos de obras cuyas alteraciones ya forman parte de la misma obra y esta escultura –la Macarena, que no es solo la Virgen– es reconocida por su aspecto actual. Esta imagen es una obra de arte, pero no en el sentido moderno. La Macarena es en primer lugar una imagen devocional y como tal, un vehículo de presencia, una figura relacional: no representa a la Virgen, sino que la hace presente. Por eso es venerada por los creyentes y por eso su cuidado no es solo estético, sino también afectivo y simbólico. De ahí que hubiera quien arriesgara su vida para esconderla tanto en la Segunda República –cuando pasó unos meses en una sepultura– como durante la Guerra Civil.
Parece desproporcionada una reacción así por una extensión de pestañas, pero es que unas pestañas pueden ser un disfraz en sí. Rigoberta Bandini lo sabe bien y lo demostró en su concierto del viernes al dedicarles un plano detalle fijo durante todo un tema. En cierto modo, ella también provoca rechazo e indignación en algunos sectores. Dice que pretende reivindicar la figura de Dios desde la izquierda –espero no caer en el periodismo de Art Attack–, y eso supone no encajar. Además, es pija pero tiene sentido del humor. Rigoberta nos confunde. Haciendo suyo el lema de Barbie, «tú puedes ser lo que quieras ser» –otra emancipada sospechosa de perpetuar estereotipos–, se atreve a mutar tantas veces como haga falta en Jesucrista Superstar, que más que un disco parece una playlist de lo más heterodoxo. A Rigoberta tampoco se la reconoce. Aunque Diosito le enseñó a rimar, no la dejan ser popstar, no porque no sepa bailar, sino porque sus disfraces no incluyen el uniforme completo de la izquierda y así no hay quien la venere.
Reconocer es identificar, discernir lo familiar de lo extraño, pero también diferenciar lo verdadero de lo falso. En 'Caminos del reconocimiento', Paul Ricoeur despliega este concepto en tres niveles que muestran cómo atraviesa tanto la identidad personal como la relación con el otro. En otro sentido, reconocer es también una forma de apertura radical, es asumir una responsabilidad. En este panorama observo varias formas de devoción: los fieles (de la Macarena), los fans (de Rigoberta) y los militantes (del PSOE). Ante la peor forma de corrupción, la moral, estos últimos, aunque pueden verla, no quieren reconocerla. Y es que reconocer implica mirar dos veces. Es distinguir, pero también aceptar; es ver lo que se ha transformado y decidir si seguimos creyendo en ello o clamamos para que se revierta –como hacen los de la supuesta fe ciega–. No se reconoce una Virgen por una restauración fallida, a una artista porque se disfraza y es imprevisible, o a un partido porque practica lo contrario de lo que predica. Pero más peligroso que no reconocer lo que ha cambiado, es fingir que todo sigue igual. Ayúdanos, señor, a caminar.
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