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Ilustración de la pintora polaca Katarzyna Rogowicz Katarzyna Rogowicz
Preludio a una guerra

Preludio a una guerra

Paisajes con historia II ·

Terrazas del palacio de Asdrúbal, Cerro del Molinete, Cartagena. Verano del 218. a C.

ARÍSTIDES MÍNGUEZ BAÑOS

Lunes, 19 de agosto 2019, 09:24

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Las vistas eran dignas de un dios. A sus pies terminaba una dura jornada Qart Hadast, fundada por su cuñado Asdrúbal 10 años atrás. En los hogares se encendían los fuegos para la cena. Un delicioso olor a pescado asado le llegaba. La multitud buscaba alivio a la sofocante canícula en la zona portuaria.

La bahía se extendía ante sus ojos bellísima. El mar se mostraba esplendoroso mientras el sol, a punto de esconderse tras el Melkart, le regalaba un espectáculo fastuoso.

Aníbal volvió a beber del escifo que le había regalado un mercader de Alonis. El vino de los mastienos era delicioso. Pidió que le volvieran a llenar la copa desde la crátera ática decorada con escenas dionisíacas.

Extrajo su falcata. Adoraba esa espada curva íbera. La empuñaba su padre, desde que se la regalara aquel régulo turdetano. Se deleitó con el brillo que el sol poniente le arrancaba. Abartiaigis, el jefe de los escoltas paternos, se la había entregado al informarle de que aquél había muerto ahogado en el Alebo, huyendo de una emboscada de los oretanos.

Cuando Aníbal sustituyó en el mando a su cuñado Asdrúbal el Bello, asesinado por un traidor mastieno, la primera decisión que tomó fue vengar a su progenitor arrasando la ciudad del rey Orisón. Con ese ataque a los oretanos avivó un avispero, que tuvo que aplacar casándose con Himilce, una princesa de esa tribu.

Humillación

Himilce había sido una buena esposa adaptándose a las costumbres cartaginesas sin renunciar a sus hábitos iberos. Había engendrado a Áspar, con lo que la estirpe de los Barca continuaría. En esos momentos oraba en el vecino templo de Atargatis para que la diosa de la luna le concediese éxito en la empresa que estaba a punto de emprender: llevar la guerra a Italia y vengarse de la humillación que Roma infligió a Cartago en la última contienda arrebatándole Sicilia, Córcega y Cerdeña.

Aníbal recordó cómo, nada más que pusieron pie en Gadir, su padre Amilcar le hizo jurar, con solo 11 años, odio eterno a Roma en el templo de Melkart. Ahora Baal, el dios al que le debía su nombre, le concedía la oportunidad de cumplir su juramento. Haría morder el polvo a esos bárbaros que se ufanaban de ser hijos de una loba y de su dios de la guerra, Marte.

Asedio

Roma no se había conformado con ahogar a Cartago con una astronómica multa después del primer conflicto, sino que había querido inmiscuirse en los asuntos cartagineses cuando éstos emprendieron la conquista de Spania. Para aplacar sus recelos habían firmado el Tratado del Ebro: los territorios al norte de este río eran patrimonio de los romanos, mientras que los del sur podían ser objetivo de los cartagineses.

Aníbal consolidó el poder cartaginés en Spania firmando acuerdos con unos o arrasando ciudades que ofrecieran resistencia. Un escollo había hallado en Arse, a la que los romanos llamaban Saguntum. La ciudad resistió el asedio de las tropas africanas obligándolo a poner en juego todos sus recursos. Sus habitantes decidieron suicidarse y pegar fuego a sus posesiones antes que rendirse.

Los saguntinos habían pedido ayuda al Senado romano. Unos embajadores se presentaron ante el Barca conminándole a respetar a sus aliados. Les respondió que Arse quedaba al sur del Ebro, en territorio bajo control cartaginés, según el tratado vigente. Cuando la ciudad cayó, Roma aprovechó para declarar la guerra a Cartago.

Le habían llegado noticias de que los romanos estaban concentrando sus legiones en Tarraco para invadir el territorio cartaginés. Lo que jamás podrían imaginar es que Aníbal les iba a dar a probar su misma medicina anticipándose e invadiendo Italia con 60.000 hombres y 40 elefantes. Los dejaría estupefactos: atravesaría los Pirineos y los Alpes en pleno invierno. Lo había preparado a conciencia. Desde la primavera había ido enviando a contingentes iberos para que aseguraran el terreno y acumularan provisiones e impedimenta.

Un elefante barritó desde los acuartelamientos de sus tropas, a la entrada del istmo. Aníbal llenó con delectación sus pulmones. Sí: tenía unas vistas dignas de un dios.

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