Imagina una calle social, saludable y sostenible
Mesa para cinco ·
Nada de lo que digo es ciencia ficción, sino ciencia urbana absolutamente disponibleTengo en casa una edición del indispensable libro de Jane Jacobs, 'Muerte y vida de las grandes ciudades americanas' (si lo volviera a escribir hoy, ... seguro que lo titularía 'Muerte y vida de las ciudades', a secas), que comienza con una interpelación interesante. Este texto fundamental del urbanismo humanista y cotidiano, escrito en 1961, nos invita en sus primeras páginas a que miremos, escuchemos y pensemos con detenimiento nuestras calles.
Evidentemente, no se puede generalizar, las hay de muchos tipos, pero en el fondo, más grandes o pequeñas, más céntricas o periféricas, más concurridas o vacías, las calles conforman el sistema circulatorio de nuestras existencias, pero fíjense bien, no digo de nuestras ciudades, porque no quiero despersonalizarlo, no, la calle no es un conducto por el que simplemente nos desplazamos sin ningún tipo de interacción. Muy al contrario, la calle nos afecta y nosotros afectamos a la calle tanto positiva como negativamente. Así que estos días, mientras dedico parte de mi tiempo, de mi vida, a moverme por esos espacios que compartimos todos, y que en el caso de la ciudad de Murcia, algunos llevan meses patas arriba, me ha dado por fantasear con cómo me gustaría que fueran en un futuro próximo cuando con inteligencia y perseverancia hayamos conseguido dejar de vivir instalados en la ineficiencia del predominio de los vehículos privados que, con sus humos, sus ruidos, sus velocidades, sus colapsos y la cantidad de espacio que ocupan, minan el bienestar general.
Para entonces me gustaría pensar que, como defendía de forma fascinante Jane Jacobs, seremos capaces de reconstruir unas calles en las que se alimente esa confianza que se levanta con el tiempo a través de la multiplicidad de contactos casuales, triviales y diversos que una vía amable para todos y adecuada a la estructura urbana a la que pertenece es capaz de propiciar. Encuentros espontáneos, saludos cotidianos, ritmos compartidos, reconocimiento, esa cara que sonríe, ese pájaro que busca comida, ese árbol que comienza a brotar cuando se acerca la primavera. Esos lugares oportunos para despertar la empatía y el reconocimiento de los otros, como lo fueron antes de que el vehículo propio devorara el espacio público.
Pero voy más allá, porque en mi fantasía posthegemonía del coche, quiero pensar que ese espacio recuperado ofrece la oportunidad perfecta para provocar una respuesta a los retos del momento y situar nuestras calles en el siglo XXI. De hecho, cada vez son más las ciudades que han entendido que es el momento de reaccionar frente a un modelo superado pues, entre otras cosas, tenemos las herramientas tecnológicas y sociales para planificar y acometer una transformación profunda que alumbre calles que nos ofrezcan más contacto con el otro, sí, pero también más salud en un sentido amplio, no solo porque no nos sometan a la contaminación atmosférica sino porque nos aporten beneficios físicos y psicológicos apropiados para todas las personas en su diversidad de capacidades: actividad física, reconocimiento de la identidad del lugar y su memoria, seguridad, protección frente al clima. Y hay más, esas calles pueden producir también su propia energía e incluso, si me permiten seguir soñando, pueden llegar a ser soporte de cultivos comestibles. No me miren raro, nada de lo que estoy diciendo es ciencia ficción, sino ciencia urbana absolutamente disponible.
En fin, que me he tomado en serio el consejo de Jane y estos días, mientras observo y escucho los embotellamientos en mi ciudad, fantaseo con una realidad postraumática cargada de tecnología limpia y zonas en las que el asfalto se ha desmantelado para ser sustituido por suelos permeables llenos de vegetación y salpicados de mobiliario para descansar y refrescarse. Calles en las que reconocernos, hacer un alto en el camino para escuchar el trino de un jilguero, jugar a la salida de un colegio mientras los adultos charlamos, tomar el sol a la entrada del centro de día o, incluso, recolectar unas mandarinas en el camino hacia el instituto.
Sí, pueden decir que soy una soñadora, pero no soy la única.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión