Entre fotografías, poemas y relámpagos
LITERATURA ·
Lo más duro es comprobar cómo ciertas calles, ciertos lugares de la memoria, en los que uno fue feliz, se van despoblandoCuando uno vive en el extranjero y tiene la suerte y la oportunidad de volver a su patria, lo primero que le llama la atención es lo diferente que parecen las cosas al mirarlas. Basta con aterrizar en el aeropuerto de Fiumicino, para volver a darse cuenta de lo antigua que es Roma (palabra capicúa: en español, como sabía perfectamente Francisco Delicado, leída del revés, se lee Amor, y cómo no experimentar ese sentimiento hacia la ciudad que fue caput mundi, esa metrópoli en la que el pasado sigue presente y bien visible ya desde la periferia).
Mientras tanto, también han cambiado el recuerdo y la imagen que guardábamos de las personas amigas, de los familiares, de los vecinos: en el arco temporal de unos tres o cuatro meses, todos pueden haber sufrido modificaciones radicales en sus rostros, en su forma de andar, en su estado de salud. Lo más duro es comprobar cómo ciertas calles, ciertos lugares de la memoria, en los que uno fue feliz, se van despoblando, porque los ancianos mueren, algunos se van de forma repentina, otros tras un calvario largo y doloroso, un calvario parecido por el que tendrán que transitar los que se quedan y se tienen que encargar de la burocracia de la muerte (ahí sigue el violín de mi abuelo; ahí la silla de ruedas que ya no coadyuvará el movimiento de mi abuela; ahí la foto de la boda con su marco dorado).
Si luego el que vive en el extranjero opta por mirar los álbumes familiares, hete ahí que la cosa se complica ulteriormente. No puede ser, se dice uno a sí mismo: este hombre tan joven, con tanto pelo y tan negro, no puede ser él; esta mujer tan guapa, con un moño tan elegante y con pintalabios que uno imagina rojo, coloreando la foto en blanco y negro con los «ojos de la mente», no puede ser ella. Las fotografías congelan el tiempo recortando un trozo de realidad que fue y que ya no volverá más (Roland Barthes escribió 'La cámara lúcida' sobre todo para eso, para conmemorar la muerte de su madre, igual que Walter Benjamin escribió su 'Pequeña historia de la fotografía' para encontrar poesía ahí donde todo el mundo solo veía un invento tecnológico moderno que relegaría a la pintura a un segundo plano).
Uno mira y sigue mirando y se pregunta quiénes son los demás seres humanos ahí presentes, gente de la que uno ni siquiera conoce el nombre: un niño sonriente con una pelota; una niña muy seria con una muñeca entre los brazos; un amigo del abuelo tocando el trombón en la orquesta del pueblo, ante las autoridades del Ayuntamiento; una amiga al lado de mi abuela subiendo por el monte, las ovejas a lo lejos, las nubes como dibujadas en un cielo primaveral.
Al abrir al azar 'Lettere a Gaustìn e altre poesie' (Roma, Voland, 2022), un poemario del búlgaro Georgi Gospodínov (potencial candidato al Premio Nobel por la Literatura, según algunos críticos de relieve), me topo con los siguientes versos (versos sacados de un poema titulado 'El abuelo y los relámpagos' [la magnífica traducción del búlgaro al italiano es de Giuseppe Dell'Agata; la timorata del italiano al español de quien esto escribe]):
«Quién es este Pequeñito / que al escribirse con la mayúscula / de Fotógrafo nos escribe / todo lo ve y todo lo fotografía / para él son nuestras poses / para él son nuestras rosas / para él son nuestros «patatas» / nuestras caretas acídulas. / Cuando un día nos vayamos allá arriba / estaremos viendo fotos toda la vida».
Pienso en esta hipótesis fascinante: en un Dios omnipresente y «omnividente» porque todo lo mira y porque todo lo fotografía; en el hecho de que algún día nos pasaremos la vida viendo fotos, como si esos recortes de eternidad fueran toda la eternidad que nos es dado vivir. Allá arriba. Entre el abuelo y los relámpagos.