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La ciudad de (todas) las personas

Hemos normalizado fenómenos como la sensación de peligrosidad que entraña el diseño de nuestras calles, que condiciona los movimientos y la autonomía

Domingo, 7 de abril 2024, 00:41

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Tras dos semanas en las que la localidad que habito se convierte en un conmovedor y festivo escenario de sonidos, olores, emociones y paisanaje, adentrarme en una discusión sobre la urbe en la que vivo y la que quiero me parece oportuna, pues tenemos fresca la imagen de que la ciudad no es un ente rígido e inmutable, sino que puede transformarse, sin grandes controversias, en ese lugar que nos acoge a todos. Pero, para hablar del concepto socioespacial que es la ciudad lo primero que hay que hacer es establecer claramente quienes somos todos, porque la vida urbana no empieza y acaba en mi realidad.

En este sentido son tremendamente útiles enfoques como el de la teoría de la interseccionalidad, usado en las ciencias sociales para comprender la diversidad de factores que definen a las personas y sus experiencias en cualquier contexto de la vida cotidiana. Así que, como nos invita a pensar la socióloga estadounidense Patricia Hill Collins, su potencial para el diseño urbano se encuentra, precisamente, en que propone encarar el examen de la articulación social, a la que el espacio construido debe dar soporte, huyendo del uso de categorías rígidas expresadas con definiciones simplese instrumentalizadas.

Me explico, todos sabemos que el urbanismo es una disciplina que parte del análisis de las necesidades económicas, sociales, culturales y medioambientales de la comunidad que habita cada núcleo urbano, para adjudicarle forma e instrumentos de gestión espacial. Sin embargo, tradicionalmente se ha ejercido como una ciencia que: ha priorizado la actividad productiva por encima de la compleja red de cuidados que es necesaria para sostener la vida, no ha tenido en consideración el conocimiento y la experiencia de los múltiples perfiles de personas que conforman la realidad cotidiana del territorio y se ha apoyado en la estandarización de necesidades a partir de un sujeto tipo, que es de mediana edad, activo laboralmente y sin diversidad funcional ni personas a su cargo. Y todo esto ha obviado la presencia de otros cuerpos y otras cotidianidades como las de la infancia, la adolescencia, los mayores, las personas con diversidad funcional o las que se encargan de los cuidados, que han quedado excluidas de las decisiones sobre los modelos de ciudad que habitamos. Aún siendo un porcentaje muy por encima del 50% de la población.

Así, nuestras ciudades se han ido configurando a partir de la subordinación de los tiempos y los espacios a la producción de bienes y servicios frente a otras ocupaciones como las que se realizan, a cualquier edad, durante las tareas del cuidado y la socialización. Y esto deriva en ciudades que dedican más espacio, diseños más precisos, así como mejores localizaciones y conectividad a las tareas vinculadas con lo productivo y lo extractivo mientras el resto de las actividades que realizamos en nuestro día a día, domésticas, afectivas, personales o comunitarias, quedan desarticuladas cuando no directamente desatendidas.

Como consecuencia, hemos normalizado fenómenos como la sensación de peligrosidad que entraña el diseño de nuestras calles y que no solo puede hacer incómoda mi experiencia urbana, sino que directamente condiciona los movimientos y la autonomía de muchísimas personas; bordillos altos y poco visibles, concatenación de vados e irregularidades en las aceras, mala iluminación, delimitaciones difusas, espacios de espera insuficientes a la entrada de colegios, centros de salud o teatros, etc. Y así mismo padecemos también la mercantilización desmesurada del espacio público, que obliga al consumo para utilizar los mejores lugares de la ciudad, lo que unido a la especulación y la turistificación aniquilan y hacen tremendamente frágiles los tejidos urbanos.

En este sentido encontramos un consenso internacional en la idea de que enfrentar los retos del siglo XXI en la ciudad (desigualdad, salud pública, crisis climática, etc.) pasa por abordar su inevitable actualización desde un enfoque híbrido que, entre otras cosas, aborde su reconfiguración material y espacial poniendo a las personas, en toda su diversidad y en todos los ámbitos de sus vidas, en el centro de las políticas que construyen nuestro hogar común.

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