Vida a borbotones
Sus personajes son caricaturas creíbles que el lector tarda un segundo en reconocer como a sus semejantes
PABLO MARTÍNEZ ZARRACINA
Lunes, 8 de junio 2020, 21:58
En su ensayo sobre Dickens, Zweig establece una teoría sobre los personajes del inglés. Resumiendo un poco, mientras que Dostoievski o Balzac construyen grandes pasiones ... humanas, lo que emparenta su trabajo con la música, la mirada de Dickens funciona de un modo modesto y automático, como «el obturador de una cámara fotográfica». Lo hace con un ángulo particular: «Su exageración no lleva a lo grandioso sino a lo humorístico».
Siempre un centímetro más cerca de la caricatura que del mito, los personajes de Dickens -es muy curioso- no evolucionan como mandan los manuales de teoría narrativa, pero brillan irresistibles, manteniendo lo que Julio Cortázar llamó «una enorme y constante ebullición vital».
El resultado es fascinante. No hay otro novelista capaz de poner en pie tantas criaturas inolvidables. Como Shakespeare, Dickens acuña arquetipos, pero él lo hace en minúsculas. Y a toda velocidad. Sus novelas están en marcha, llenas de vida, en el segundo párrafo. Los personajes quedan al instante caracterizados por una expresión particular, un gesto que repiten, un detalle de su ropa.
También por su mirada. David Copperfield comienza contándonos, no ya su vida, sino su nacimiento. Y todo en esas páginas iniciales es chispeante. El personaje casi parece un bromista. Hasta que deja de serlo y cuenta que es hijo póstumo. Dickens maneja como nadie los contrastes. Nada en su literatura es puro o tajante. Y eso llega a resultar doblemente emocionante porque, cuando salta a lo sentimental, lo hace desde el trampolín del humor, o desde el de la crueldad. Y en el aire tiene tiempo de rizar el rizo: David Copperfield cuenta que no tiene padre, pero cuenta cómo conoció a su padre: «Todavía más extraño es el oscuro recuerdo que conservo de mi primer encuentro, siendo un niño, con la piedra blanca de su tumba en el cementerio; la indefinible compasión que sentía al recordarle allí tendido y solo en la noche oscura, mientras nuestra salita estaba caliente a iluminada por el fuego y las velas».
Orwell escribió que cuando Dickens describe algo, el lector lo ve el resto de su vida. Sucede del mismo modo cuando Dickens nos presenta a alguien. Sabedor de que la primera impresión es la definitiva, muchos de sus personajes entran en escena de un modo impresionante. Por ejemplo, la presentación de Fagin en 'Oliver Twist'. Ese momento en que el protagonista se despierta y ve al viejo judío inspeccionando las joyas que le suministra su banda de niños ladrones, mientras murmura para sí mismo que la pena de muerte es un «gran invento», ya que los muertos no delatan a nadie. «¡No hay nada como eso para los negocios!», se dice a sí mismo Fagin, mostrándose como una especie de moralista del crimen y por tanto como alguien del que el lector necesita saber más. «Cinco hombres colgados en fila, y ninguno de ellos sobrevivirá para jugar sucio ni acobardarse».
Toneladas de encanto
El gran secreto consiste en averiguar cómo consigue Dickens que sus personajes siempre un punto exagerados resulten estrictamente verosímiles. Casi reales. O reales directamente. Pensemos en Nell Trent, la bondadosísima niña que protagoniza 'La tienda de antigüedades'. La novela se publicó por entregas entre 1840 y 1841 y a Dickens no dejaron de llegarle cartas preocupándose por el personaje. La certeza de que no era justo lo que le sucedía hizo que hubiese gente a punto de asaltar el domicilio del escritor para obligarle a cambiar las cosas. La muerte de la pequeña Nell -una de las escenas más desoladoras de la historia de la literatura- sumió en una especie de luto a Inglaterra y a los Estados Unidos, donde la gente se agolpaba en los muelles esperando los barcos con noticias impresas de la chiquilla y de su abuelo.
Quizá la clave de todo tenga que ver con el encanto. Los personajes de Dickens lo derrochan. Y eso hace que le conciernan al lector de un modo tan veloz y tan profundo. Algunos lo hicieron también de un modo mensurable. Cuando Sam Weller apareció como un Sancho Panza 'cockney' en la sexta entrega de 'Los papeles póstumos del Club Pickwick', la tirada de la novela se multiplicó. Weller es el más claro ejemplo de que Dickens describe a sus personajes dejándolos hablar. En este caso, el héroe cómico del 'Club Pickwick' no deja de darle patadas al diccionario mientras utiliza la sabiduría popular siempre de un modo equivocado, transformando cada refrán en un disparate y dando lugar a una forma de humor verbal que llevaría su nombre: el 'wellerismo'.
En el fondo, Dickens es un extraordinario conocedor del corazón humano. Sabe que lo extravagante es siempre memorable, pero también que es bastante habitual si se mira el mundo con atención. Es curioso: un lector puede olvidar con los años a los más grandes héroes, a los personajes que encarnan las ideas más complejas, pero no a muchos personajes de Dickens que se recuerdan de un modo íntimo, casi familiar.
Por ejemplo, Mrs. Gamp, la enfermera de 'Martin Chuzlewitt', aquella mujer entrada en años, y en kilos, que tenía la voz de trueno, llevaba siempre un pretencioso paraguas y estaba especializada en pacientes moribundos y por tanto poco problemáticos. En ella está todo: los detalles, la mirada, la voz, el humor, algo de crueldad, toneladas de encanto. Mrs. Sarah Gamp, en fin, llegando a una casa y pidiendo la ginebra necesaria para acometer con brío su trabajo, sentándose junto a la cama del paciente y mirándolo como se mira «una dudosa obra de arte».
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