Sexo, sabiduría y pasión
Reportaje. En su madurez, Emilia Pardo Bazán, ya separada, fue amante de Benito Pérez Galdós, que era soltero, pero eso no le impidió vivir además un tórrido romance con José Lázaro Galdiano, once años menor que ella
NIEVES BOLADO
Lunes, 12 de julio 2021, 22:01
Ampliamente metida en carnes, opulenta –incluso desbordante–, ruidosa, escotada, miope, fumadora, a veces provocadora y disfrutona, atractiva, libérrima. Ya, desde la cuna, privilegiada social, económica ... y culturalmente; católica ferviente desde la pila bautismal, aunque naturalista; irreverente ante los preceptos ordenados para la mujer por la Iglesia; hedonista, y según los maximalistas, lujuriosa. Emilia Pardo Bazán se alimentó sin comedimiento de los exquisitos placeres terrenales: la comida, la bebida, la belleza o el sexo, y como una buena pitanza –y mejor 'libanza'– son, según los clásicos, el pórtico de placentera pasión, apuró los platos y desbordó, hasta el final de su vida, las copas en las mesas más refinadas de Europa.
Pardo Bazán fue una aristócrata decimonónica, teóricamente conservadora, rabiosa e irreverentemente feminista, aunque nunca tuvo la oportunidad de votar. Cosmopolita y atrevida en su forma atrevida de encarar el sexo y el amor, dejó bien reseñada su vida amorosa en unas tórridas epístolas en las que no escondió sus más íntimos deseos.
La celebración del centenario de su fallecimiento, un año después de la muerte de su amado Benito Pérez Galdós, ha despertado el interés por la prolífica escritora de Marineda, también por su especial relación con el escritor canario, con quien vivió una ardiente relación amorosa, trufada de alguna infidelidad por ambas partes.
Contrajo matrimonio, en la Granja de Meirás, con un estudiante de Derecho, el terrateniente José Quiroga. Ella tenía 17 años, tres menos que su esposo. Adinerados, parecían destinados a vivir una existencia cómoda y sosegada, que se rompería. El distanciamiento se inició por las desavenencias a causa de una herencia, y siguió a cuenta del carácter apocado y enmadrado de 'Pepito' Quiroga, dentro y fuera de la alcoba, y por la actitud vital y literaria de su esposa hasta que en 1884 derivó en la separación definitiva. Ante la Iglesia, Quiroga la acusó del pecado de ser naturalista. Con la ruptura llegó su total emancipación, comenzando una vida plena de liberalismo literario, social y sexual que solo acabaría con su muerte en 1921. Ya sin ataduras, se instaló en París, donde se relacionó con escritores de la época; poco sabemos de lo que pudo ocurrir en las tentadoras noches parisinas.
Gran admiración
Un homenaje a Benito Pérez Galdós, celebrado en 1883, sirvió para el inicio de una relación epistolar entre ambos literatos, cartas sembradas de admiración que van abriendo la puerta a una relación más personal e íntima. De los elogios pasaron a las confidencias y a la provocación, terminando en un éxtasis sexual plasmado en unas cartas que destilan erotismo, enviadas por Pardo Bazán a su amante. Afortunadamente, se han conservado 94, que han sido recopiladas por Isabel Parreño y Juan Manuel Hérnandez en el libro 'Miquiño mío'.
Ambos se retroalimentan en un largo ciclo de amistad-amor-pasión-amistad, que durará hasta la muerte, tiempo en el que, con una mano, rozan la literatura, y con la otra, el sexo. Comparten un mismo concepto de las relaciones íntimas, el mismo gusto por la sensualidad, aunque, mientras se amaban, frecuentaran otros tálamos.
De aquel ardiente idilio quedan los testimonios epistolares de la Bazán, un auténtico recital de pasiones íntimas, aunque las respuestas –seguramente no menos voluptuosas– de Galdós se desconocen. Unos dicen que las quemó Isabel, una hija de la escritora, y otros, que las mandó destruir la puritana Carmen Polo tras la toma del Pazo de Meirás.
El librero madrileño Guillermo Blázquez sostiene, por el contrario, que existen y que están en manos privadas, asegurando que le fueron enseñadas 80 cartas de Galdós dirigidas a su amante, en las que habría leído párrafos como este: «Estoy deseando volver a verte para comerte los pechos».
Él era un solterón, dicen que tímido, solitario, introvertido, de esos hombres que parecen necesitar protección, rasgos que escondían a un pertinaz mujeriego –su ceguera se achaca a los efectos de la sífilis–, lo que hoy consideraríamos un sapiosexual.
Cuando comenzaron a ser amantes, en 1887, ella tenía 36 años y él 44, edades otoñales teniendo en cuenta que la esperanza de vida de los españoles hace un siglo era de 35 años. La lectura de las cartas permite comprobar cómo doña Emilia va introduciéndose en la intensa aventura amorosa y epistolar que compartirían con encabezamientos como «Mi ilustre maestro y amigo» –al principio– para llegar a «Mi rantonciño amado», «Maquino (gatito) mío», «Mi bien», «Mono», rubricadas con 'Matilde', 'Porcia', 'Peinetita' o 'Borgia', con despedidas divertidamente 'amenazantes': «En cuanto te coja, no queda rastro del gran hombre».
Los enemigos de la escritora trataron de embarrarla hasta atacando su físico, pero poco le importó: «Yo valgo muy poco estéticamente considerada, pero he mareado siempre a los que se me acercaron». Además de menospreciar a sus detractores, utilizaba su corpulencia, sin ambages, al expresar sus deseos a su aparentemente débil amante: «Te abrazo fuerte, a ver si de una vez te deshago y te reduzco a polvo». «Siempre me he reprimido algo contigo por miedo a causarte daño físico; a alterar tu querida salud. Siempre te he mirado como los maridos robustos a las mujeres delicaditas y tiernamente amadas», «Pánfilo de mi corazón: rabio también por echarte encima la vista y los brazos, y el cuerpote todo. Te aplastaré... ¡Pero antes te morderé un carrillito!», «Yo contigo me he reprimido siempre: el temor de perjudicarte me contenía: este dique encrespa más la violencia del deseo».
Seguramente misivas como estas avivarían el espíritu y los ardores de Galdós: «Ven a tomar posesión de estos aposentos escultóricos. Aquí está una buitra esperando por su pájaro bobo, por su mochuelo... que soy tuya toda: toda». Juegos florares, tentadores, entre una mujer y un hombre que tienen el privilegio de entregarse al amor y a sus juegos sexuales, en la madurez, sin autocensura: «Me gustas más que un libro». ¡Vaya piropazo! «Sí, yo me acuesto contigo y me acostaré siempre, y si es para algo execrable, bien, muy bien, sabe a gloria... Le hemos hecho una mamola al mundo necio que prohíbe estas cosas».
Además de habitar secretos nidos para sus fogosos encuentros, provocaron ese deseo que se acrecienta con el riesgo. Paseaban en una calesa por la Castellana y, juguetón, el serio y eximio Galdós debió de enredar por lugares reservados, de manera que la escritora perdió una prenda íntima que quedó abandonada en la calle. Nos deja sin saber si se trataba de corsé o culote, cuando recuerda a su amante la travesura en otra carta: «¿Qué habrá dicho el guarda de la Castellana al recogerla?, ¿Cómo juzgará las costumbres de la 'high-life'?».
El «éxtasis de Barcelona»
La Exposición Universal de Barcelona, en mayo de 1888, vino a significar un antes y un después en la relación entre Galdós y Bazán. Eran amantes, pero guardaban las formas. Viajaron desde Madrid en el mismo tren, aunque en asientos separados. En la estación, a doña Emilia la esperaba Narcís Oller, abogado y escritor que durante su estancia actuó de 'sigisbé', acompañando a la notable dama; no hay constancia alguna de que hubiese entre ellos nada más. Oller era amigo de Lázaro Galdiano, un culto y millonario coleccionista de arte, que pidió ser presentado a la escritora. Tenía 26 años, once menos que ella. Galdós ya había regresado a Madrid y Oller –que en absoluto sabía de las relaciones entre los dos escritores– quedaba como custodio.
Al día siguiente, fue al hotel donde se alojaba doña Emilia para recogerla, siendo informado de que había salido de excursión con Lázaro Galdiano hacia Arenys de Mar. A tenor de los retratos del mecenas, hablamos de un hombre bello, educado, elegante, con aspecto refinado, noble y joven... que llevó a la escritora a vivir un encuentro pasional, acariciado por la cálida brisa de la primavera mediterránea, días que ella definió como el «éxtasis de Barcelona».
Indiscreto, Oller, desconocedor de lo que había por medio, le contó a su amigo Galdós el picante encuentro de la escritora y el millonario. Le dolió la infidelidad, a pesar de que entonces ya mantenía una relación con Lorenza Cobián, con quien llegaría a tener una hija. Pillada en su deslealtad, doña Emilia pidió perdón por la felonía, aunque la justificó por su forma de ser: «Me equivoqué: me encontré seguida, apasionadamente querida y contagiada... me dejé llevar hacia donde me soltaban fuerzas mayores... en una mujer tan desatada de pasiones como yo».
Lo que fue una calentura pasajera para la experimentada escritora, se convirtió en amor para el mecenas, quedando en amistad hasta la vejez.
Le pidió a Galdós seguir en su relación porque «a mi edad, ya se necesita, además de la furtiva felicidad, la compañía y el sostén».
Obtuvo la absolución, comenzando un viaje de reconciliación por Alemania que debió de tener momentos memorables: «Tengo presente Fráncfort, que pertenece al número de las que, por rebasar de los límites del amor nefando y el deleite vil, se graban en el espíritu con imborrable huella».
Envidiable, doña Emilia.
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