Los íncipit (o de los inicios en literatura)
Letras. Hay algo misterioso en el acto de la lectura, algo que no comprendemos y que atañe más la esfera de los sentimientos
ANTONIO CANDELORO
Lunes, 4 de octubre 2021, 21:31
Hay algo misterioso en el acto de la lectura, algo que no conseguimos entender del todo de forma racional ni tampoco científica. A veces, basta ... con leer las primeras líneas de un texto para quedar prendados del mismo y para acabar dentro del universo de ficción que el autor, a través de la máscara del narrador y de su estilo peculiar, va forjando a partir de esas líneas, del íncipit que todo lo contiene y a partir del cual todo arranca (una especie de Big Bang que se repite a lo largo de la experiencia lectora de cada uno de nosotros). Veamos un ejemplo (sacado de uno de los libros que más me impactaron siendo adolescente, uno de esos que te cambian definitivamente la forma de mirar el mundo y la literatura en general): «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo».
En un primer momento, es fácil entenderlo: aquí quien narra los hechos lo hace a posteriori, cuando todo ya pasó. El narrador es un dios omnipresente y omnipotente, tanto que puede penetrar en la mente del personaje que está a punto de morir frente al pelotón de fusilamiento. Y es raro: de todos los recuerdos de una vida entera, Aureliano Buendía, justo antes de morir, evocará el día en que su padre le descubrió el hielo. ¿Qué niño no conoce el hielo?, empieza a preguntarse el lector curioso. ¿A qué padre no le gustaría llevar a su hijo a ver el hielo si se trata de algo inédito y exótico? Y, ¿dónde están ese padre y ese niño por considerar el hielo un invento? Y luego otra cuestión: ¿quién es ese coronel y qué ha hecho para merecer la ejecución capital frente a un pelotón de fusilamiento? El lector todavía no lo sabe: tendrá que tardar lo que dura la novela para enterarse de forma cabal de los cien años de las múltiples vidas de los habitantes de Macondo, ese mundo paralelo al nuestro, en el que la familia Buendía tendrá que padecer mil desventuras antes de desaparecer para siempre de la faz de la tierra y quedar 'per saecula saeculorum' en la memoria del lector de 'Cien años de soledad', obra maestra de Gabriel García Márquez, de 1967.
Veamos otro prólogo, un inicio extraño por su ritmo poético, musical y bastante misterioso: «Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.».
Metonimia del deseo
Aquí nos topamos con un «yo» que, antes que narrar, evoca el nombre de alguien: Lolita. Y lo hace para gozar físicamente del placer que le produce pronunciar ese nombre. Si Lolita es el oscuro objeto del deseo del narrador y protagonista, ese Humbert Humbert cuyos lados más retorcidos y perturbadores el lector irá descubriendo paulatinamente, el nombre es metonimia del deseo. De ahí esta insistencia lingüística en el desentrañar cómo surge ese nombre dentro del aparato fonador del que se atreve a desmembrarlo en sus sílabas constitutivas (Lo.Li.Ta) y a partir de tres elementos fundamentales para besar, pudiendo ser el beso el arranque de cualquier relación amorosa o erótica que se precie: la lengua, el paladar, los dientes.
Humbert Humbert nos empuja a viajar dentro de su boca para literalmente paladear y degustar el placer que le provoca el solo pronunciar el nombre de esa preadolescente que le llevará al éxtasis, al extravío existencial y a la cárcel. Corría el año 1955 y ni el lector contemporáneo ni tampoco Vladimir Nabokov podían imaginar que Lolita se convertiría en un mito, en un sustantivo de uso común («adolescente seductora y provocativa», según el Diccionario de la Lengua Española) y en un personaje universal de nuestro imaginario colectivo.
De los años 50 daremos un salto cronológico a los años 90 y he aquí otro íncipit inolvidable: «Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda. Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros».
La muerte ocupa el primer plano de forma inquietante y, de momento, incomprensible. El narrador invita al lector a reflexionar sobre la presencia constante de la muerte a través de una serie de frases que se presentan como aforismos, esto es, verdades universales. No hay vuelta de hoja. Es así: nadie piensa en que todo el rato, incluso en este mismo instante en el que yo estoy escribiendo con el ordenador y tú, querido lector, me estás leyendo en las páginas de un periódico, todo el mundo se muere o puede morirse en los momentos más inadecuados. El narrador nos ha envenenado y ya no podemos ignorar lo que nos espera: el desvelamiento paulatino de la relación que hay entre quien narra y esa mujer que se convierte en una «muerta entre sus brazos» justo antes de consumar el acto sexual. Y ¿qué hacer con una muerta semidesnuda y entre nuestros brazos cuando su marido está en el extranjero y su hijo de unos tres años tardaba en dormirse y no conocemos el barrio ni a los vecinos y no sabemos si nos conviene llamar a la Policía o huir del lugar de un delito que no hemos cometido?
Habrá que seguir leyendo para descubrir que Víctor es el nombre del narrador y Marta el de la mujer muerta en el momento más inadecuado y que el vínculo que se establece entre los dos es el mismo que caracteriza nuestra relación con quien amamos en el pasado y ya no está, porque ya no forma parte de nuestra vida diaria y va convirtiéndose poco a poco en un fantasma cuyo rostro y cuyo nombre todavía recordamos. He aquí parte del encanto de 'Mañana en la batalla piensa en mí', de Javier Marías, novela aparecida en 1994 y de cuyo universo ficticio todavía no he podido salir. Sí, hay algo misterioso en el acto de la lectura, algo que no comprendemos y que atañe más la esfera de los sentimientos y de las emociones que la de la racionalidad y de la capacidad de entender del todo lo que se nos cuenta, lo que se nos desvela a través de la palabra, lo que se nos relata con el fin de embaucarnos y de hacernos olvidar la realidad en la que nos movemos normalmente todos los días mortales que nos han sido asignados hasta que llegue el último y ya no habrá libro, ni acto de lectura, ni curiosidad por saber más.
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