Fernando Vallejo o 'de la pérdida'
Novela. Esta obra autobiográfica parte del terremoto por el que perdió su casa y luego a su pareja
IÑAKI EZKERRA
Lunes, 18 de octubre 2021, 21:22
La vida del escritor colombiano Fernando Vallejo ha estado marcada desde sus inicios por la desaparición del hogar a causa de las catástrofes naturales. La ... misma finca de su niñez antioqueña, Santa Anita, pereció cuando la montaña sobre la que se asentaba se desmoronó a causa de unas lluvias torrenciales. Como toda creación nace de la experiencia de la destrucción, sea esta real y física o sea interior y metafórica, ese paraíso infantil se convirtió en un tema recurrente en toda su trayectoria narrativa y en obras tan dispersas en el tiempo como 'Los días azules' (1985), 'La Virgen de los sicarios' (1994) o 'Llegaron' (2015). Por un trágico capricho del destino, ha sido también la traumática pérdida del hogar a consecuencia de una nueva convulsión de la Naturaleza el asunto con el que se abre 'Escombros', su última entrega novelística. No se trata, sin embargo, en esta ocasión de una evocación más de la casa y la finca de su infancia sino del terremoto que asoló la Ciudad de México el 19 de septiembre de 2017 y que destruyó el edificio de la Avenida Ámsterdam donde vivía el escritor con su pareja, el escenógrafo David Antón, y su perra Brusca.
A los 75 años que tenía Fernando Vallejo en esa fecha, logró salir ileso del seísmo, pero David Antón, que le llevaba una veintena y que asistió a la destrucción repentina de todas sus valiosas obras de arte (el coleccionismo era una de sus grandes pasiones) falleció a los dos meses. De este modo, 'Escombros' es el relato autobiográfico de una doble pérdida para el escritor: la del hogar y la del hombre al que amaba. Con ambos se iban de pronto medio siglo de su propia vida y el mismo deseo de seguir en este mundo, opción que asume de una manera penosa por un puro sentido de la lealtad hacia su perra y como un inexcusable deber mientras esta siga viva. Aunque el material novelesco es un desordenado vaivén temporal de recuento del pasado, se narra desde un presente en el que nuestro hombre se ha visto forzado a regresar a su Medellín natal con un desolador sentimiento de desposesión y destierro. Late, así, en estas páginas la conciencia y el dolor de un exilio que no es el del país natal, al que su narrador en primera persona ha regresado, sino el de la propia vida que este experimenta como totalmente desprovista de sentido.
El libro comienza con la descripción del cataclismo, que obliga al escritor a subir a la azotea para ponerse a salvo y que alcanza en el texto unas potentes calidades plásticas. Resulta estremecedora y dantesca la imagen del autor con su asistenta Olivia y su perra Brusca bajo las toneladas de agua de unos monumentales depósitos que amenazan con caer sobre ellos y junto a un tanque de gas a punto de explotar mientras toda la ciudad tiembla. Y tanto en esas primeras páginas como en las que cierran el libro, está presente de forma gráfica la figura del amante nonagenario, el David Antón que se levanta de la cama con absoluta parsimonia, «frotándose los ojos con una calma de 95 años», o el que finalmente agoniza, tras una breve hospitalización, en el edificio en el que había sido feliz y que ahora se hallaba en ruinas, privado de iluminación y con el ascensor inutilizado. Entre esos dos significativos episodios fluye un discurso que llega a los dos centenares de páginas en las que se va dibujando esa relación, el marcado y entrañable contraste entre esos dos hombres tan distintos; entre el novelista prosaico, austero, deslenguado, y el fiel compañero refinado, elegante, amante de las bufandas, los suéteres y las corbatas con los que, tras su muerte, el primero no sabe qué hacer.
Si se tratara de otro autor cualquiera, podríamos decir que estamos ante un texto de duelo, pero tratándose de Vallejo esa expresión se queda corta y resulta inexacta. Vallejo no se pasa estas páginas llorando la desaparición del ser querido sino que se revuelve contra la tristeza, traza un inclemente retrato de su familia y de sí mismo, maldice a media humanidad, despotrica contra la religión católica y el alcalde Quintero, desprecia el género biográfico en el que ha trabajado y el cine que hizo en su juventud, lo desprecia todo, lo besa, lo abraza. Vallejo es demasiado Vallejo para quedarse en el llanto elegíaco. Está más vivo que nunca en este libro en el que no falta el humor negro en los momentos más dramáticos. Cuando narra el derrumbe de los edificios del otro lado de la calle y observa que el del cineasta Ripstein se ha quedado entre dos vacíos, exclama: «¡Qué afortunado! Mientras menos vecinos menos enemigos».
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