La mudanza de mi biblioteca
«Como bloques gigantes de mármol, se acumulan en mi casa los libros a la espera del viaje. Forman trincheras, parecen los restos de un templo derruido esparcidos por el espacio (...)»
JAVIER CASTRO FLÓREZ
Martes, 6 de octubre 2020, 02:17
Nunca la he medido ni he contado los libros que tengo en mi biblioteca. Lo confieso porque durante el confinamiento leí que una indignada protestaba ... por la exhibición de las bibliotecas –que definía como falocéntrica– durante los zooms, los directos de Instagram o los Facebook live. Había algo risible y de patético machirulismo en querer pontificar con los libros detrás, como si aquellos volúmenes le dieran a uno una autoridad extra –decía aquella chica que definía el panorama literalmente como «una competición a ver quién la tenía más grande»–. La biblioteca se entiende... La verdad es que –entono el 'mea culpa'– yo también he grabado algún que otro vídeo con las famosas baldas con libros de fondo pero, como mi casa está literalmente alicatada de estanterías, las opciones eran escasas: o las enseñaba o mostraba el rincón del arenero de mi gata o, lo que es peor, mi propio arenero, que son los únicos lugares libres de libros.
No estoy muy ducho, ya lo he comentado, en saber el tamaño de las cosas y más cuando éstas no son algo muerto, sino vivo, que crece y crece. El escritor turco Enis Batuer en su libro 'Las bibliotecas de Dédalo' decía que la suya «avanzaba con la lógica de la hiedra». Así, como en las fachadas de las casas de campo inglesas la hiedra no deja ver la piedra y parece que el edificio fuera obra de un jardinero y no de un arquitecto, mi pequeño apartamento no está construido con paredes sino con 'billys' y son los libros los que me protegen del frío o la lluvia del invierno.
¿Dónde irán todos estos libros? Y no me refiero a dónde irán ahora, sino luego, cuando yo palme y haga la mudanza definitiva para irme a vivir al otro barrio
Hace muchísimo tiempo sí medí mi biblioteca. En el hospital en el que esperaba la operación a la que finalmente no sobrevivió, mi tía Ana me preguntó cuántos libros tenía. Siempre había respondido con un «no sé... muchos», pero prometí volver a visitarla al día siguiente con una respuesta más exacta. No tenía tiempo de contabilidades, así que al llegar a casa aquella noche me puse a medir las baldas –o lejas, por usar una palabra preciosa que nunca había escuchado hasta que vine a vivir Murcia– en las que se apretujaban los libros. Tenía, aún recuerdo el dato, 23,40 metros de libros. Casi el ancho de una piscina olímpica –comentó mi tía asombrada cuando se lo dije–. Si apilara todos los libros formando una columna tendría el alto de un edificio de seis pisos y, si pudiera escalar por ella, podría entrar en la casa de mis padres por el balcón –le comenté–. Podría volver a entrar en aquella habitación de mi adolescencia en la que tuve mi primera estantería vacía, apenas dos baldas de ochenta centímetros sobre un escritorio. Pero, ahora que lo veo con la lejanía de los años me doy cuenta de que los libros nunca me han servido para encaramarme a las alturas, para aislarme en una torre. En realidad. aquella pila de libros me sirvió para bajar a la calle como se descuelgan los presos atando sábanas al escapar de su celda. Gracias a ella dejé mi timidez y mis melancolías y me lancé a conocer mundo. Nunca salgo de casa sin un libro en la mano, como los exploradores no lo hacen sin esas cerillas especiales que pueden encenderse incluso en medio de una tormenta. ¿Para qué me vale tanto libro? En cierta manera para prender un fuego al llegar la noche, aunque tal vez lo más importante que me han enseñado es a no hacerme el sabiondo, a otear –como señaló Sócrates– la vastedad de lo que ignoro. A despertar el deseo de adentrarme por esos continentes desconocidos.
Los libros también me han servido últimamente para recibir varios pésames cuando he contado que me mudaba de casa. No faltó quien me mandó el contacto de un fisioterapeuta o directamente precios de sillas de ruedas por la que me esperaba. Walter Benjamin (yo meto la palabra Benjamín en todo lo que escribo, como Berlanga metía austrohúngaro en sus películas) tiene un texto precioso, 'Desembalo mi biblioteca', en el que se refiere a las cajas de libros que han llegado a su nuevo hogar, tras la mudanza, como una especie de cantera a cielo abierto. Así estos días, como bloques gigantes de mármol, se acumulan en mi casa los libros a la espera del viaje. Forman trincheras, parecen los restos de un templo derruido esparcidos por todo el espacio. Las murallas de Jericó no tenían tantos sillares como cajas componen estos muros de libros. Han aparecido en esto de la mudanza libros que no recordaba que tuviera, como si hubieran venido a casa por su propio pie, les hubiera gustado el ambientillo y se hubieran quedado a vivir de okupas.
A veces son eso: banderas, señales en las islas o lugares en los que uno tuvo su casa
Así, por ejemplo un grupo de veinte libros sobre viajes a Japón juntitos como los propios japoneses o libros sobre los temas más peregrinos, incluyendo uno sobre la cría de la ardilla, otro sobre la historia de la guillotina o cientos sobre campos de concentración. ¿Dónde irán todos estos libros? Y no me refiero a dónde irán ahora, sino luego, cuando yo palme y haga la mudanza definitiva para irme a vivir al otro barrio. No sé, me imagino que como hacen los buenos pescadores de caña que sueltan de nuevo sus capturas, estos libros volverán al mar de las librerías de viejo de los que muchos salieron para que alguien vuelva a sentir la emoción de verlos brillar entre las olas.
Y esto es lo que quería contar en este texto tan extraño: que hacer la mudanza de una biblioteca es ensayar una despedida. Y por eso es tan bonito, porque en la vida real casi nunca tenemos la oportunidad de despedirnos de nada. Y así, mientras guardo cada libro, recuerdo cuándo lo compré y lo acuesto como si fuera un niño en su caja de cartón. Aquí tengo 'Clásicos y modernos', de Azorín, con dedicatoria autógrafa... Me hice con él pujando por teléfono en una subasta. Aquel día estaba de viaje por Jaén en una zona que apenas tenía cobertura, así que, a la hora de la subasta, subí a lo alto de un monte donde me habían dicho que llegaba mejor la señal y extendí la antena a tope –entonces los móviles tenían antena–. Al ver el libro, al recordar aquella antena en lo alto –aquella gesta pujadora–, he pensado en la fotografía famosa de los soldados norteamericanos alzando la bandera en la isla de Iwo Jima.
A veces los libros son eso: banderas, señales en las islas o lugares en los que, durante unas horas o unos días, uno tuvo su casa.
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