«El arte piensa y nos hace pensar»
Ensayo. Miguel Ángel Hernández, profesor de la UMU y novelista, realiza una reflexión sobre la obsolescencia y las estéticas migratorias en su nueva obra
Lo intuye-teme-rastrea Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977): «La consecución del goce prohibido, la transgresión de lo más sagrado, el intento de cruzar el ... límite de lo humano, acaba por desequilibrar el universo». Hernández, novelista de éxito, crítico de arte, comisario de exposiciones y profesor de Historia del Arte de la UMU, acaba de publicar su nuevo ensayo: 'El arte a contratiempo (Historia, Obsolescencia, Estéticas Migratorias)', editado por Akal.
En 'Punto omega', cuenta, «Don DeLillo describe la experiencia de un visitante que se encuentra en una galería frente a '24 Hour Psycho' (1993), la obra de Douglas Gordon que consiste en la ralentización del célebre filme de Alfred Hitchcock –['Psicosis' (1960)]– hasta llegar a las veinticuatro horas de duración». «En la sala», prosigue, «protegido por la oscuridad y bañado por la luz de las imágenes, el protagonista de la novela de DeLillo tiene la sensación de habitar un tiempo diferente y encontrarse frente a un modo de percepción alternativo al de la vida cotidiana».
Para el personaje al que nos referimos, «como para cualquiera que haya experimentado la instalación de Gordon, el tiempo se relentiza, casi parece que se detiene, aunque nunca se detenga del todo. La obra provoca una apertura del tiempo de la imagen cinematográfica. Nos hace conscientes de los intersticios que hay entre un plano y otro, nos muestra que esa continuidad aparente de la imagen-movimiento es, en efecto, solo aparente, y nos invita, en última instancia, a mirar en los intersticios, en las elipsis entre fotograma y fotograma, en esos lugares que no tienen lugar cuando la imagen se desarrolla a su velocidad habitual, 24 imágenes por segundo».
«En este tiempo sin futuro, el pasado regresa con fuerza para intentar realizar los sueños no cumplidos»
Al personaje de DeLillo, en efecto, «las imágenes acaban produciéndole una toma de conciencia del tiempo, una experiencia temporal en la que, al final, «uno es consciente de que está vivo». Se trata de habitar un tiempo diferente, un tiempo otro, alejado del rumor de la calle». «Un tiempo», precisa Hernández, «que no es, sin embargo, el tiempo detenido, eterno y quieto, que habitualmente encontramos en el espacio artístico». Cierto: «El tiempo nunca está ahí como quisiéramos que estuviera. Y, de esta manera, paradójicamente, somos conscientes de él».
«Frente al tiempo lineal, acelerado y capitalizado del presente», indica el también autor del reciente ensayo 'El don de la siesta', «en las últimas décadas un gran número de artistas ha tratado de explorar modalidades alternativas de experiencia temporal: interrupciones, demoras, alteraciones, saltos, discontinuidades, desincronizaciones... contratiempos que ponen en jaque un imperialismo cronológico cuyo origen puede buscarse en los albores de la modernidad y cuyos efectos llegan hasta nuestros días, multiplicados y expandidos».
Imagina el futuro
Hernández, «partiendo del análisis de la obra de artistas como Rodney Graham, Tacita Dean, Fernando Bryce, Patrick Hamilton o Xu Bing, y de pensadores como Walter Benjamin, Georges Didi-Huberman, Mieke Bal o José Luis Brea», recoge en 'El arte a contratiempo' una serie de ensayos que «modulan esa tesis a través de una serie de cuestiones fundamentales para entender el arte y la cultura visual de las dos últimas décadas: la potencia crítica de la obsolescencia y el retorno de la materialidad, las estéticas migratorias, la complejidad del arte global, las políticas del arte, la potencia del pensamiento visual...». «Cuestiones todas», defiende, «atravesadas por la convicción de que el arte piensa y nos hace pensar, y que, hoy más que nunca, se configura como un espacio único para ensayar formas críticas y diferentes de recordar el pasado, habitar el presente e imaginar el futuro».
Pasado de moda
Para él, deja claro en su ensayo, «lo obsoleto, lo pasado de moda, lo anticuado –que no es exactamente lo antiguo–, es uno de los resultados de la sociedad moderna. El resultado de una concepción del tiempo, la moderna, que valora la novedad, la actualidad y la continua renovación del mundo». Y especifica: «Si entendemos lo moderno como la irrupción de lo nuevo, una de sus consecuencias fundamentales será la producción de lo viejo. Pero no lo viejo como algo agotado, sino como algo sustituido 'en la flor de la vida', cuando aún no ha agotado sus posibilidades».
De este modo, «el objeto obsoleto ha sido desplazado del curso del ahora, se le ha «interrumpido» –y esta es la palabra central– su vida natural. Su potencia, su promesa, ha quedado en suspenso. Lo obsoleto es algo que no ha muerto, que aún vive, aún respira, pero cuya vida ya no sirve para el curso del presente». «Ha quedado», añade, «retrasado, como un reloj que ya no marca la hora. Literalmente, está desincronizado». Y así, «es solo cuando el objeto ya no funciona en el curso del tiempo cuando revela su verdadero rostro». Rostro «que no es otra cosa que la catástrofe, la repetición de lo mismo, los mismos olvidos, las mismas derrotas y los mismos vencedores. El objeto obsoleto muestra, de este modo, la catástrofe que se oculta tras el mundo soñado».
«En este tiempo sin futuro», cree Hernández, «en el que buscamos escapar de un presente en el que la utopía parece haberse desvanecido, el pasado regresa con fuerza para intentar realizar los sueños no cumplidos».
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