Demasiado azúcar para el Ejército
La marinera Coto Azpiazu es ahora la tatuadora Lia; su diabetes supone una «limitación» para permanecer en la Armada
DANIEL VIDAL
Domingo, 5 de junio 2011, 15:30
Los tatuajes grabados en su piel son viñetas que ilustran historias con color, con amor, con dolor. Y varios de ellos hablan de una de esas pasiones que dan sentido a toda una vida: el Ejército. La estrella de las 5.000 millas navegadas, el Juan Sebastián Elcano, o el ancla, «un símbolo del cambio en mi vida». Lia ya no pertenece a la disciplina castrense, a pesar de que el servicio a la patria, la bandera y el color caqui han sido su 'modus vivendi' desde que era una niña y su querida profesión durante varios años. Su pasión corría por las venas de forma desbocada y feliz desde 2003, año en el que entró en el Ejército y en el que cumplía su sueño y uno de los deseos de su padre, militar de Infantería fallecido dos años antes. Lia eligió la Marina. Parte de culpa la tiene el barco familiar, en el que hizo sus primeros 'pinitos'. De niña, esta mujer de armas tomar siempre fue la marinera al timón, la cazadora de escopeta al hombro. El hijo que nunca tuvo papá para hacer esas 'cosas entre padre e hijo' y que a ella le encantaban. Y ella, a bordo de 'tacañones', primero en Santander, y luego de submarinos, en Cartagena, con los galones en el hombro, aunque fueran de soldado raso, seguía cumpliendo su sueño y los deseos de su padre. «Fue la época más feliz de toda mi vida», recuerda. Una vida militar que cabalgaba libre por sus venas hasta que el exceso de glucosa se le coló en la sangre para siempre.
«Lo veía todo borroso»
Una fatídica mañana de diciembre del año 2006, Lia se despertó en su litera del submarino durante una misión de espionaje en el Mediterráneo. «No podía ver más de un metro más allá, lo veía todo borroso y sentía que me había quedado prácticamente ciega». Acababa de 'debutar' en la diabetes. Una enfermedad que, pese a todo, no le diagnosticaron hasta un mes y medio después. Ese ominoso día, Lia aguantó en su puesto como pudo. También lo hizo durante las dos jornadas que tardó el submarino en volver a puerto. «Amaba mi profesión, no quería que nadie se enterase de lo que me pasaba. Trabajaba con las cartas de navegación, pero podía verlas de cerca. Suponía que era algo pasajero». Ni el comandante ni el segundo de a bordo se percataron de nada. «Los exámenes médicos que tuve que pasar antes de trabajar en el submarino fueron muy duros, estaba muy bien, estaba sana. No entendía por qué me pasaba aquello». Tras varios diagnósticos erróneos, una analítica le abrió los ojos con unos niveles de azúcar superiores a 450, cuando lo normal es de 70 a 110 en ayunas. Del cuartel a urgencias, donde le pincharon una dosis de insulina que le dio una de cal y otra de arena. Por un lado, le permitió volver a ver sin la neblina que le había acompañado durante el último mes y medio. Por otro, le confirmó una enfermedad que iba a formar parte de su vida para siempre. «El mundo se me cayó encima cuando mi segundo de abordo me dijo que no iba a volver a navegar. Pese a todo, yo creía que podía seguir en el Ejército, aunque fuera haciendo otras cosas». Ni por esas.
«No idónea»
Tras unos meses de baja, y cuando llegó la hora de que todos los contratos temporales por los que había pasado se convirtieran en uno fijo, el almirante jefe de Personal decidió no renovar el compromiso de la marinera Coto Azpiazu con las Fuerzas Armadas. Los argumentos esgrimidos por el almirante en su resolución, en base al Reglamento de Evaluaciones y Ascensos del Personal Militar Profesional y otras normativas, son que la marinera tenía «limitación para ocupar determinados destinos que requieran ejercicios físicos intensos y marchas prolongadas», que «se considerarán como 'no idóneos' los evaluados que presenten [...] limitaciones a resultas de un expediente de determinación de insuficiencia de condiciones psicofísicias» y que «dicha limitación le impide el desarrollo de la trayectoria profesional regulada en la Armada de forma satisfactoria». A Lia le pareció «una injusticia». Y decidió recurrir. Ahora el Tribunal Superior de Justicia (TSJ) de Murcia le ha arreado otro bofetón y ha dado la razón al Ministerio de Defensa.
En la sentencia, a la que ha tenido acceso 'La Verdad', el juez hace suyo el razonamiento del abogado del Estado y reitera que «la limitación que padece la actora (diabetes), como dice el almirante en su resolución, 'le impide el desarrollo de la trayectoria profesional regulada en la Armada de forma satisfactoria» Asimismo, añade que «lo determinante en orden a la ampliación o concesión de un nuevo compromiso no es la genérica 'utilidad para el servicio', sino su 'idoneidad' para desempeñarlo», y explica que las juntas de evaluación consideraron 'no idónea' a la marinera Coto Azpiazu.
«Es una 'putada' muy grande, sobre todo pensando que en el Ejército hay diabéticos como yo que llevan años trabajando sin problemas. Yo sí siento el Ejército. De repente llegan y te dicen que vacíes tu habitación, que te busques la vida, que te vayas a tu casa», asegura esta bilbaína de 34 años, ahora tatuadora de prestigio que, pese a todo, no pierde la sonrisa de la cara. Sus amargas sensaciones las confirma Jaume Oriel, abogado de la Asociación Catalana de Diabéticos y un auténtico ariete de la lucha contra este tipo de situaciones. «La exclusión y discriminación que sufren los diabéticos para acceder a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado es algo instaurado en toda España. Los endocrinos han demostardo que con un adecuado control de las hipoglucemias, como el que hoy en día existe, ningún diabético tiene por qué tener impedimentos para realizar cualquier tipo de trabajo». Sin embargo, se muestra claro al considerar que «de momento, cuesta mucho modificar esta tendencia», y cree que España debería progresar en este sentido como ya lo han hecho países en los que los diabéticos sí pueden defender a sus banderas, como el Reino Unido o Estados Unidos.
En Harley Davidson
«De Estados Unidos -donde se compró su Harley Davidson 'Road King'- me han hecho una oferta de trabajo hace nada. También de Alemania», comenta Lia, serena. Es una mujer fuerte, con la mirada siempre fija en 'mirar hacia adelante'. «¿Qué vas a hacer, hundirte?» Eso sí, está pensándo seriamente seguir recurriendo en los tribunales. «No tengo muchas ganas de seguir con esto. Mi abogado ha resultado ser un impresentable que ni me cogía el teléfono...». Mientras Lia cuenta que se tiene que pinchar insulina cuatro veces al día, el diálogo de una pareja se cuela en la conversación, que se desarrolla en una terraza de Lorca: «Sin negocio, sin casa, ¡sin nada!». El maldito terremoto. A Lia no le afectó demasiado. «Unas grietas en casa y un rasguño en la moto, que se salvó de una cornisa. Entre temblor y temblor, hice un tatuaje a un cliente. Tras el segundo, el fuerte, no pensé más que en ayudar a uno de los heridos, que estaba enfrente de mi tienda con la pierna destrozada». Uno de esos héroes anónimos del 11 de mayo ha dejado de ser anónimo. Ahora navega en Harley Davidson sobre mares de asfalto, se llama Lia y durante un tiempo fue militar. Marina, para más señas. Aunque, al parecer, tiene demasiado azúcar para el Ejército.