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El último toro . Paquirri brindó su primer toro a ‘El Cordobés’: «Pelillos, que tengas más suerte que yo», le dijo. El cuarto lo mató. :: efe
Paquirri, viaje a la gloria

Paquirri, viaje a la gloria

FRANCISCO APAOLAZA

Viernes, 3 de octubre 2014, 13:28

Habitación trescientos siete. Hotel Los Godos de Pozoblanco, la capital de Los Pedroches, con cartelones de toros que jalonan todo el valle: Paquirri, El Soro, El Yiyo. En el cuarto cuelgan dos cortinas rojas a juego con las colchas de las dos camas. Todo lo llena una tensión invisible, como el parpadeo de un neón y la luz fría del otoño en Córdoba. A Paco -Francisco Rivera, Paquirri (Zahara de los Atunes, 1948)- no le gusta dormir solo y comparte el vacío de su habitación de torero con su hombre de confianza, Beca Belmonte. El BMW blanco que conduce su padre, Antonio Rivera, había llegado de madrugada: 'Despierta, Paco, ya estamos'. Come como un enfermo: tortilla, taquitos de jamón, agua mineral y un café. Le levanta mil pelas a la cuadrilla a las cartas, ríe y farda de ello mientras Ramón Alvarado, su tío y mozo de espadas, posa sobre la silla de la habitación el traje de torear azul cobalto, la montera, las zapatillas, la camisa, el fajín, el chaleco y la taleguilla. Encima de la mesa, un sobre con un millón y medio de pesetas de 1984, el sueldo de la tarde. Una tarde más. La última. Ya vestido de luces llama tres veces a Isabel Pantoja, su mujer, y a media tarde sale el maestro del hotel en una furgoneta. Comienza un inesperado viaje a la gloria del toreo. En tierra deja tres hijos, dos que serán toreros hoy retirados y otro pequeño con siete meses, hoy DJ, y una viuda, germen del ditirambo rosa y a punto de entrar en la cárcel.

Hoy hace de esto 30 años. Para los diestros no hay 'otros tiempos' que no sean los del toro y la tensión creciente hacia la hora de la corrida, que es como apretar poco a poco un gatillo de pistola hasta que suena el clic. O el bang. La muerte, no la poética, espera entre las sombras del chiquero. Es miércoles y Paquirri está tranquilo. Está en lo más alto y a la temporada del 84 le quedan dos telediarios. A las doce se sortean los animales mientras el maestro todavía descansa. La corrida de Sayalero y Bandrés es «cómoda, incluso terciada», le dice el banderillero Rafael Corbelle a El Soro. Pero Corbelle tiene una mirada extraña.

-Qué.

-Hay un toro de Paquirri que no me gusta nada. Hace cosas muy raras. Tiene cara de 'hijoputa'.

En la plaza todo es gentío, manos tendidas que tocar, autógrafos que firmar, premura y sonrisas. Es la tarde estrella de la feria. La corrida se desarrolla con normalidad. El primero lo brinda Paquirri a El Cordobés. «Pelillos, que tengas más suerte que yo». Y la tuvo. Antes del cuarto, El Soro le cuenta. «Me dice que me quiere apoderar, que quiere controlar el cartel de banderilleros con Esplá, Mendes, y yo. Yo estoy contento porque él es mi maestro. Me ha enseñado a andar, a respetar, me lo ha enseñado todo».

No lo sabe, pero la muerte acecha. «¿Ves cómo mira?», le dice Corbelle a El Soro. «Yo no le veo nada». Se llama 'Avispado'. Paco lo recibe a la verónica con suave desmayo mientras mira al tendido desde la profundidad de sus ojos azules y la inconsciencia aparente de aquel chiquillo que jugaba al toro en el matadero de Barbate. Lo lleva al caballo. «El toro está en el burladero y él lo llama, pero se le vence y le hace un extraño. Él nos mira a nosotros, como si el toro hubiera hecho eso porque nos hubiéramos movido o algo, pero estamos quietos», recuerda El Soro. Al segundo lance lo prende. El pitonazo suena «como una pedrada en una colcha», describe un espectador.

A media altura, entre cabezazos lentos, el cuerpo del torero se clava en el pitón por el muslo, como si el asta pasara entre la carne como pasa el tiempo, poco a poco, inexorable. Es la madre de todas las cornadas. El Soro ve que es grave. Paquirri, 36 años, tensa los músculos de la cara y trata de desprenderse. No puede. Cuando cae al suelo, todo es sangre y manos que taponan lo imposible. Lo impensable. El torero está en calma. «Tiene hombría y grandeza para abrazar todo aquello», relata El Soro, que revivirá ese momento todos los días de su vida. Paco habla y los demás gritan. «Tranquilos. Hacedme un torniquete. ¡Más alto, Rafael [Corbelle]! ¡Más fuerte!». Una camilla de manos, prisas y gritos cruza la plaza cegada por el pánico y se equivoca de puerta. Lo llevan el propio Corbelle, Ricardo Fabra, Tomás Redondo y Ramón Alvarado.

«Ahora, todos tranquilos»

El cirujano Eliseo Morán ha visto salir del muslo un manguerazo de sangre y parte hacia la enfermería para prepararse. «Cuando corro, me doy la vuelta y miro hacia atrás y todavía está Paquirri colgando del pitón». En la sala de curas, una luz y una camilla de hierro. Cuando entra el herido y la marea de gente, rompen la puerta de cristal. Sobrevuela la cámara de Antonio Salmoral, que vendió las imágenes a TVE. Existen otras que grabó otro operador, que las compró la agencia Efe y que son prácticamente desconocidas.

La cámara se asoma a una pierna abierta como un libro y un hombre tumbado en camiseta de tirantes pronuncia unas palabras que en adelante recorrerán la historia de España como un escalofrío y como una muestra de dignidad ante el destino: «Doctor, la cornada es fuerte. Tiene dos trayectorias. Una p'acá y otra p'allá. Abra lo que tenga que abrir. Mi vida está en sus manos. Ahora, todos tranquilos. Solo pido agua para enjuagarme la boca».

Las cornadas tienen entrada y a veces salida y trayectorias. Esta no. Es «solo un magma sanguinolento» que Eliseo Morán no explora con los dedos, sino con «la mano entera hasta el antebrazo». Estaba arrancado todo el paquete vascular y hasta el nervio. «Es una cornada espantosa, la peor que he tenido en toda mi vida», recapitula el doctor, que tenía entonces 45 años. Cierra los vasos, pone la venda y pide un helicóptero que no hay. Mandar al paciente en una ambulancia de la época por aquel camino de 60 minutos y 6.000 curvas es «una tragedia». Morán cree que el torero perderá la pierna, pero no la vida. «Me miro al espejo y creo que estoy viendo a otro hombre».

Conduce la ambulancia Paco Rossi, ahora fallecido. «Las curvas son terribles, pero pienso que cómo voy a frenar; Dios mío, si nos falta el tiempo». Del techo cuelgan cuatro botellas que 'cacharrean' a cada curva. «Por el retrovisor veo al médico agarrándolas como puede». El torero viene hablando, pero cuando el coche baja el cerro Muriano como una piedra por un acantilado, se les va callando. Llegando, junto a la Venta La Alegría de Córdoba, el anestesista Paco Funes da un grito: «¡Para! ¡Para y ven p'acá!». Paquirri se muere. La ambulancia queda en la cuneta con las puertas abiertas como un atleta extenuado mientras los dos hombres practican el masaje cardiorrespiratorio. Funes cree que tiene un hilo de vida. «¡Tira! ¡Tira». El conductor sube al vehículo de nuevo y en el arranque se deja la puerta del copiloto abierta y a Ramón Alvarado en la carretera con los ojos llenos de espanto gritando: «¡Se me ha muerto!». No vuelve a por él. No hay tiempo de parar ni de cruzar Córdoba hasta el Reina Sofía «¡Al hospital Militar!». «Ya no hay nada que hacer», piensa Rossi, que conduce el coche como un disparo desesperado. Cuando llegan, el torero es ya espíritu. Quedan la autopsia, la viuda -«Qué frío estás, Paco»- y el ataúd negro dando la vuelta al ruedo de la elipse de la Maestranza. El vacío, la última gran tragedia. La gloria.

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