Irse es a veces la única opción, y puede que hasta la única manera de quedarse. Leo estos días múltiples mensajes que alertan de una ... ausencia temporal; señales de quien, con las maletas hechas y el cansancio acumulado, ha necesitado dejar por escrito: estaré fuera unos días, contestaré cuando vuelva.
En 1970, en un concierto en la Isla de Wight, Leonard Cohen introdujo la canción que le había escrito al que probablemente fuera el amor de su vida con una dejadez maravillosa, con esa pose de quien finge que no le importa lo que sí lo hace: «Esta canción es para Marianne -dijo mirando a la muchedumbre en penumbra-. Espero que esté aquí. Nunca se sabe».
Hoy lo sabemos todo. Sabemos quién se ha ido y cuándo ha vuelto. Sabemos de dónde. Sabemos lo lejos o lo cerca que ha llegado. Y lo sabemos porque todo se publica. Ha llegado un punto en que conocemos mejor la ubicación ajena que la propia.
Una amiga me contó una vez que cuando se mudó a Londres estaba tan agobiada buscando trabajo que tardó tres meses en ver el Big Ben. El día a día es una canción que va tan rápida que no puede bailarse, y puedes estar en Londres y no darte cuenta, y seguir con tus cosas como si vivieras en otra parte, hasta que llega ese pequeño instante de descubrimiento en que levantas la vista y ves ante ti, como recién construido, el Big Ben.
Estaré fuera unos días, avisan, quizá para que nadie se preocupe por el cambio que supone no decir nada después de estar meses diciéndolo todo, o quizá porque la costumbre de detallar cada movimiento ha hecho necesario verbalizar hasta los silencios.
Al final, todos tenemos que parar en algún momento para saber si vivimos en Londres, pero sospecho que no puede haber pausa verdadera sin aprender a esfumarse sigilosamente, sin moverse como Marianne, sin que alguien diga una noche, refiriéndose a nosotros: «Espero que esté aquí. Nunca se sabe».
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