Me persigue una risa que no es risa, sino parpadeo, un gesto que se esfuma casi en el mismo momento en que empieza a producirse. ... Pertenece a una mujer que además no parece muy feliz ni antes ni después de ese instante, lo que subraya aún más el suceso.
Estamos sentados en torno a una de las mesas del chiringuito La Rockola de La Azohía, frente al que se suceden algunos de los mejores atardeceres de la Región de Murcia. Calculo que seremos unas cuatrocientas personas, aunque no sé por qué lo hago, quizá por costumbre. Empiezas a estimar cuánta gente hay en los sitios tras unas cuantas coberturas periodísticas de manifestaciones y protestas y ya no es fácil dejar de hacerlo. Lo que echo de menos en esta ocasión es poder contrastar la cifra con otras fuentes. Así podría añadir ahora que eran cerca de un centenar, según la Policía Local, y más de 2.500, según los organizadores. En realidad importa poco, porque lo que venía yo a relatar no tiene que ver con la cantidad, sino con la naturaleza de una coreografía que se desata en cuanto baja el sol y el agua se dora.
Los ocupantes de varias mesas abandonan su sitio como si hubiera sonado una alarma que solo escucharan ellos, y queda claro desde el principio que no lo hacen para presenciar el espectáculo, sino para capturarlo y llevárselo a otra parte. Lo sabemos porque se sitúan de espaldas al sol mientras sus amigos les hacen fotografías.
Y allí está ella, rodeada de un amplio grupo de acompañantes, todos vestidos como si tuvieran una boda en Bali justo a continuación. En el momento en que uno levanta el primer teléfono, la vemos poseída por una felicidad inexplicable: se agarra el sombrero divertida, se gira sin que haya nada hacia lo que girarse y ríe ampliamente mirando al cielo. Aunque la euforia dura solo unos minutos. Después, el teléfono regresa al bolsillo y la alegría vuelve a extinguirse.
El grupo recoge sus cosas y se marcha revisando el resultado. Tienen lo que quieren, y deben llegar tarde a alguna ceremonia.
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