Resulta inquietante y descorazonador cómo se eclipsan los derechos humanos por los de propiedad en un lugar tan concreto como las orillas de las playas. ... La sobrillas solitarias clavadas a primera hora de la mañana, estratégicamente colocadas antes del desayuno para ser ocupadas después del aperitivo, marcan esa parcela, que por derecho 'hoy me pertenece porque llegué antes'. Esa especie de meritocracia basada en el esfuerzo de madrugar para clavar un palo en la arena y que en forma de hito de tela a rayas marca nuestro nuevo y fugaz territorio.
Una nueva y mínima tierra donde emprender un día dominguero acompañado de una serie de derechos implícitos como el de 'no osarás poner un pie en mi sombra' (porque claro, el territorialismo implica que en este 'veni vidi, vinci' no solo nos pertenezca un trozo de playa, sino que también, tenemos derechos de uso y casi de usufructo del sol).
A esa misma orilla, hace tan solo unas horas llegaban varias embarcaciones, concretamente 15 cascaras de nuez, a las que llamamos pateras, con personas a las que pondremos cifra, y esa cifra será doblemente des-cifrada en género (que en este caso sí parece importar), número y en edad (parcelando también personas en la orilla).
En esas mismas orillas de sombrillas que marcan territorio por derecho, llegan humanos desposeídos; no retratamos sus rostros, no sabemos sus nombres y sus historias de vida quedan disueltas en fórmulas lingüísticas establecidas como 'oleada de inmigrantes' o 'reguero de pateras', donde ni siquiera la palabra persona protagoniza el titular, donde no hay verbo ni carne ni se habita entre nosotros.
En estas mismas orillas, donde (re)parcelamos a base de sombrilla y hamaca tempranera y se destierra y desposee al igual.
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