El culto a las experiencias efímeras, el auge de los 'foodtubers' y el endiosamiento de los chefs canallitas que se creen un Michael Jackson de ... los fogones han confluido para dar lugar a una de las plagas más deleznables de nuestro tiempo: los gastrobares. Insulto y perversión de las buenas costumbres.
La gente ya no sale a cenar. Sale en busca de gastroexperiencias. Gyozas de foie de oca, hamburguesas de plancton, pan bao con picadillo de buey angus envuelto en piel de su escroto (el del buey, no el del cocinero)… Todo ello servido en locales divinos de la muerte de lo más 'instagrameables' y a unos precios que se le antojarían caros a un jeque árabe. Porque comer es una cosa vulgar, allí se va a vivir gastroexperiencias. Y eso se paga.
Mientras los gastrobares vienen y van, tan fugaces como el interés hacia sus cartas exóticas, unas pocas tabernas tradicionales resisten en el centro de Murcia. La más emblemática probablemente sea Las Jarras, prácticamente inalterada desde su apertura en 1982. Como congelada en el siglo pasado, allí se sigue cobrando en metálico, mantiene el mismo mobiliario humilde, la misma decoración castiza y hay quien diría que incluso el aceite de la freidora es también el mismo. Su pincho estrella son los reclutas, unos panecillos fritos rellenos de magra de cerdo y bañados generosamente en una salsa picante cuya receta es tan secreta como la fórmula de la Coca-Cola.
Uno no va a lugares como Las Jarras a vivir gastroexperiencias. Va a reencontrarse con los sabores de siempre, con los amigos de siempre, para sentir que en un mundo en constante cambio todavía hay cosas buenas que permanecen. En las que se puede confiar. Ninguna Estrella Michelin puede hacer justicia al regocijo de contemplar unos humeantes reclutas, dispuestos para quemarme el pellejo del gaznate, y sentir que en este plato tengo un hogar al que regresar.
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