Hay orejas y orejas, que no todas son iguales. Las hay más infortunadas y las hay nacidas con estrella. Está la de Van Gogh, por ... ejemplo, quizá la oreja más célebre del mundo, que pertenece al grupo de las desfavorecidas, por cuanto se la cortó su propio dueño en un rapto de vesania, harto quizá de pintar y pintar y pintar sin vender un cuadro. Quién le iba a decir que más de un siglo después sus obras serían honoradas en todo el mundo y vendidas por millones de euros. Esa es su desdicha: haber pasado tanto hambre teniendo tanto talento.
Y está también la oreja de Trump -dudo que sepa ni quiés es Van Gogh-, mucho más actual, sí, y mucho más afortunada. Rasgada más que mutilada, en este caso el daño le ha servido para ganar cierto prestigio de bravo y arrojado y más admiración entre sus muy incondicionales, que ya sabemos que Trump no tiene votantes, sino hinchas. Claro, alguien que hierve a menos de cien grados no ha tardado en venirse arriba. Y tan arriba se ha venido que el otro día se permitió hasta hacerle ojitos a la dictadura: «Cristianos, salgan a votar. Lo haremos tan bien que no tendrán que volver a hacerlo». Así, como una chanza, una chacota, una gracia, una fruslería, vamos, como sin querer queriendo y como si no hubiera ocurrido ya un asalto al Capitolio, con aquel ejército de descarriados que más parecía sacado de una película de zombis que de la vida misma, soltando bravatas y diciendo burradas propias de una inteligencia cuando menos ambulante.
Hay que ver qué suspicaces somos, ha dicho Trump. En fin, eso sí, ese casi 30% de jóvenes a quienes no les importaría vivir bajo un sistema autoritario, según las encuestas que nos han dejado helados, estarían contentos. Que tengan cuidado, por si alguien les toma la palabra, les roba la juventud y se cumple lo que dice un personaje de Melania Mazzuco: «Lo peor no es hacerse viejo, sino hacerse viejo sin haber sido joven antes».
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