Esta semana termino un proyecto que comencé el día uno de mayo y que me ha llevado cabalgando a través de cuatro meses. Decidí componer ... cien canciones en cien días, componerlas y grabarlas, y subirlas a varias plataformas, y hacerle un videíto cuando pudiera. Y un día producirlas mucho con muchos instrumentos y dedicación y otras al vuelo en un hotel sin dormir tocar con una guitarra la canción de marras.
He decidido hacerlo por nada.
Para nada.
Para nadie.
Miento, para mí.
Me pregunta la gente desde hace unas semanas: «¿Qué vas a hacer con esas canciones?».
Esperan un compiladito, una recopilación, una selección gourmet de las mejores obras. Yo las voy a borrar. Las voy a tirar a la basura del recuerdo como tantas otras cosas que no necesitan marco ni dosel ni pan de oro que las recubra, ni cita que las rememore ni cartela al pie que explique su motivación, repercusión y significado.
Son cien canciones que han venido y que se van. Nada más.
No es un movimiento revolucionario, ni zen, ni aquello de «suelta para ser feliz».
Dejo ir porque me parece lo justo. Porque estoy harto de sacarle los números a las cosas. Las repercusiones a los actos. Los 'likes' a las fotos. Los comentarios a los reels.
Como decía mi profesor de EGB, que os zurzan.
Yo haré mil después de estas cien y encontraré nuevas maneras de no darles importancia. Porque la importancia de las canciones está en mí.
Sí, vivimos una época agonizante y egoísta. Pero este egoísmo es solo mío. No es una cartulina gigante que soporte con los brazos estirados sobre mi cabeza y que mendigue cariño y palmaditas en la espalda.
Es una creación que sale de mi cabeza y mi corazón, que se canta al viento y que el viento se lleva.
Tan solo cien canciones. Sin más. Un espacio para cantar, y dejar que la vida pase.
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