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Vengo a contarte, cofrade de túnica verde y galana, algo que ella me dijo, entre el incienso que trepa por los naranjos floridos, cuando ... cruzó altanera el Arco estando contigo, y más allá, en Belluga, entre el aroma de lirios, mientras la candelería encendía mil suspiros. Casi me lo musitó, quizás apenas fue un susurro que los tambores mecían con olor a incienso puro.
Me pilló desprevenido y siendo mi intelecto duro, resonó su voz sincera entre aquel gran gentío. Y me advirtió: «Tú ya sabes que hoy algunos no vienen conmigo, que ahora andan lidiando con el terrible enemigo». Terrible la enfermedad, pero más triste el castigo de pasarla sin sentir que ella siempre ha sido el mejor y fiel abrigo. No es tu caso, cofrade, lo sé pues ella lo dijo, y sonreía al decirlo. Fue un instante quizá, diría que medio segundo, y todo se hizo silencio, calma, pasión, lágrimas... Todo pareció un delirio. Mas no lo fue.
«Quiero hablarte de quien sufre Martes Santo ya cumplido». Los mismos que van mirando ese rostro tan divino que estremece la ciudad en sus varales mecido. Cuando podían salir, lo hacían sin un remilgo, siempre con una sonrisa, siempre firmes, confiados, siempre tan convencidos de que ella es su madre y no los deja desvalidos.
Podéis llenaos la boca, os lo juro amigos míos, que ni siquiera un minuto pensó en dejaros perdidos. Y ante la enfermedad que apenas revierte un segundo de nazarenos de ley que encaran del cielo su sino, siempre volvéis a erigíos de un amor enardecido, pues nadie os robará poder sentíos sus hijos. ¡Que lo diga el doctor Robles, a quien llegó a temblarle el pulso, pulso que el Rescate bendijo, al ordenarle a la Madre que iniciara su camino!
A la Esperanza de San Juan, por mal que venga el destino, nadie la saca a las calles, ni existe murciano fornido que pueda arrimar el hombro con más acertado tino. Pues ella camina sola, y va de lágrima en suspiro, cuando suena la campana que anuncia sonido tan fino, sus ojos se clavan en todos y aún presa del desatino confirman que nadie la eleva ni nadie de hacerlo es digno.
¡Cuántos años vais rezando en silencio contenido! Mecidos por las cornetas, por los tambores que turban tanto anhelo reprimido. ¡Cuántos años la miráis sintiendo ahí el cielo mismo! No existe gloria mayor que mirar a la Esperanza y custodiar cada paso que es por Murcia una alabanza. Ella me lo confió, quebrada su santa cara, mientras pensaba en vosotros y su divina mirada os buscó por cada esquina, y siempre os encontraba. «¿Acaso no los ves allí?, siempre atento a mi llamada. Antonio, qué torpe eres, nunca te enteras de nada». Eso me fue reprochando y la tarde declinada.
No señores, no. A la Esperanza galana nadie la saca a hombros, que ella sola y soberana es la que a sus portapasos sostiene, viene elevando y les manda. Prende silencio en el templo, la entrada ya está cercana y la guapa de San Juan contempla el gentío que aguarda.
Es al pie de esa plaza, que fue de Floridablanca, cuando la vi sonreír al contemplar vuestras caras. ¿Quién os podría robar, cofrades de la Esperanza, el amor que habéis sentido al verla así iluminada? Candelería de ensueño viene a encender tanta alma. ¿Quién el amor de ella puede regalar por nada? ¿O quién puede quitaos esos años de encontrarla frente a frente, siempre abiertas, tan dispuestas y cercanas, esas tiernas santas manos de niña enamorada?
Solo el Esclavo bendito, de melena al viento alzada, ese que camina triste, con expresión cabizbaja, al que bien llaman Rescate, de gentes que al verlo callan, de aquellos que no honran madera, pues la madera no es nada, bien podrían pegarle fuego, que poco le harían las llamas, pero recuerdan al verlo, que es Cristo el Esclavo el que pasa.
Y él, que nada le niega a su madre, zarza ardiente inmaculada, también me confió al verme otra verdad incontestada. «¡Cuánto quiero a estos hermanos, esos que nunca me fallan! Escribe que anda María locamente cautivada y que, por pedírmelo ella, diles que pueden decir que su madre es la Esperanza». Y así pasó la carrera. Y así este cronista lo cuenta. Y así escuché confiarme en su gran solemne entrada, tras celebrar el encuentro, la plaza cómo vibraba, cuando tantos suspiraban en su indescriptible entrada.
«Si no llegan a venir, te aseguro por mi estampa, que como madre de Dios y de Murcia soberana, por mucha campana que suene, por mil tambores que quiebren el martes la madrugada, yo te aseguro plumilla, cuéntalo sin obviar nada, yo, Esperanza de San Juan, por el Rescate te digo que aquí me quedo clavada».
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