Vecinos
He visto discutir por parcelas ínfimas de poder como si luchasen por la custodia de sus hijos
Frente a mi casa, en Isla Plana, hay un limonero que da limones verdes como limas. Cada mañana mi hija Martina, de seis años, coge una cestita azul y un trapo y se va a coger limones. El trapo lo lleva porque no quiere que se le ponga una araña en la mano. Una vez llena la cesta, se va a la casa de cada vecino y le deja tres limones en la valla. Es la mejor de las vecinas, ha entendido la comunidad como suya y quiere agradar a los que comparten su espacio pero sin entrar a las casas. Deja el obsequio en el muro que separa lo público de lo privado. Es un inusual conocimiento innato de la vecindad.
Aprendí que la vecindad es un tema mayor el 8 de abril de 2004 cuando el vecino de abajo, en Murcia, intentó suicidarse volando el edificio con una bombona de butano. Dejó abierta la espita toda la noche y por la mañana encendió un cigarro. La explosión, descomunal, lanzó a Carolina de la cama e hizo tambalearse el edificio. Huimos por la escalera. Subía una masa negra como el infierno de un humo denso que atravesamos pero, al llegar abajo, oí los gritos de la anciana vecina del tercero y su hija. Tal vez porque todavía no tenía hijos volví a cruzar el primero incendiado y llegué al tercero, la tomé en brazos y empezamos a bajar, pero ya ni se veía ni se respiraba por el efecto chimenea y nos estábamos muriendo en el segundo. Rompí la ventana con el brazo, algo que no se debe hacer, y respiramos una bocanada que nos permitió llegar abajo arrastrándonos. Nos quedamos tirados los tres en el hall y entonces ella me miró y gritó ¡mi perro, sálvalo! Opté por darle la oportunidad de salvarse él mismo. Los bomberos bajaban al suicida ennegrecido, con toda la piel levantada. Al exhalar salía un hilo de humo de sus pulmones. Mi vecina y yo abrimos aquella noche un programa de Tele5. Falleció hace un tiempo y siempre le guardé cariño. Su hija, una mujer amable y cariñosa, sigue viviendo arriba.
Esto es excepcional, lo normal es la cordialidad, pero, ayer, un amigo me contó la desagradable experiencia de ver cómo tus vecinos te roban el agua. Han hecho un agujero con una tubería y para ello saltaron a su parcela. En ese contexto es muy fácil tomar una mala decisión y tirar el carro por las piedras. Hace 9 años, Carolina estaba embarazada de Hugo y tuvimos vecinos nuevos en la playa. Un día, a las 4 de la tarde, la hija adolescente se puso a gritar en la escalera y le pedí que bajase el tono. Al minuto el padre, de unos 40 años, empezó a insultarme desde su terraza. De ahí pasó a las amenazas a gritos pero lo obviamos. Por la noche seguía y se le unió un vecino de la urbanización, un señor mayor. Nunca habíamos tenido problemas con él pero fue a ayudar a su amigo y entre los dos me provocaban, uno desde su casa, el otro desde la valla. Era ridículo y peligroso a la vez. En ese momento tuve tres opciones: salir a responder y acabar en una pelea que hubiese condicionado para siempre la vida en la urbanización, llamar a la policía, que hubiese acabado en denuncias y rencores eternos o quedarme quieto. Hice lo tercero y al rato los dos bravucones se cansaron. Sospecho que mi amigo al que roban agua está en un punto de más compleja resolución, pero la calma nunca es mala.
Al anciano acosador le retiré el saludo, el de arriba se fue ese verano, y en su lugar llegaron Maica y Antonio, gente buena y simpática con unos hijos encantadores.
Siempre hemos tenido suerte con los vecinos, aunque haya contado dos historias que se complementan con la de Puerto Hurraco, pero hemos estado rodeados de buena gente. Con algunos, como Carlos y Mercedes en la playa, hemos llegado a tener amistades en toda regla, pero lo normal es una cortesía que excluye las intromisiones. En la playa todos nos conocemos, nos tratamos bien pero, como hace Martina con sus limones, no entramos en las casas de los otros. Yo, que soy muy despistado, incluso desconozco los nombres de casi todos, que vienen a ser llamados en casa «el papá de tal» o «la mamá de cual».
Esa cortesía permite que las odiosas juntas de vecinos no exploten. He visto discutir por parcelas de poder ínfimas como si luchasen por la custodia de sus hijos. Se vota pintar la barandilla de rojo en vez de naranja y uno, hinchado como un pavo, muestra su triunfo sobre otro porque, si hay odios viscerales, son los que generan las vecindades. Hablo de esa sonrisa cuando te saludan en el garaje y miran de reojo la matrícula de tu coche para saber si es nuevo o de segunda mano, esa otra mirada mucho menos disimulada a la pancita que te ha salido durante el verano... La envidia de los que tienen vidas pequeñas atraviesa las comunidades de arriba abajo como la escalera por la que escapamos de aquel incendio, y hay que huir de ella como de las juntas de vecinos.
Y de los vecinos suicidas, de los agresivos y de los que roban agua y escaleras.