Piña colada
Les confieso que, si pudiera, agarraba un avión y me perdía. Y es que me siento incapaz de soportar otros dos meses de campaña
No les engaño si les digo que mi propósito para esta columna era dedicar a las elecciones del domingo las 450 palabras que este periódico ... me brinda semanalmente para desahogarme y ahorrarme la terapia, pero lo he pensado mejor y para qué darles más la tabarra. Tan solo permítanme unas pinceladas: la izquierda ha perdido porque la mayoría queremos un cambio y los que no la hemos votado ni somos analfabetos, tampoco fascistas, ni mucho menos bárbaros como nos han llamado. El desplome de Podemos es sin duda saludable y España, tras la victoria de la derecha, no es un peor país, esta alternancia se llama democracia. Y antes de seguir con otro tema, un mensaje para el presidente Sánchez: ¿elecciones el 23 de julio? Medio país estará de vacaciones, los jóvenes de Interrail por la patilla, como se les prometió, pero a usted poco le importa eso, lo suyo es seguir jodiendo la marrana. Aviso a navegantes: para una mesa electoral que no me busquen, yo voto por correo que para ese domingo veraniego ya tengo plan allende los mares.
Dicho esto, mejor les cuento la historia de la piña colada que he rescatado de un periódico entre declaraciones tras el 28-M a cual más descabellada como la del presidente de Colombia, Gustavo Petro, que ha equiparado el ascenso de Vox a la victoria de los nazis. Sí, la piña colada que inventó allá por los cincuenta un tal Monchito al que se le ocurrió mezclar una generosa dosis de ron, zumo de piña, leche de coco, azúcar y cantidades industriales de hielo picado. Tres meses tardó este camarero del Caribe Hilton de San Juan de Puerto Rico en dar con la fórmula perfecta de esta refrescante y tropical bebida, que hasta tiene un día internacional y que dejó patidifusa a la mismísima Joan Crawford, quien llegó a decir que beberla era «mucho mejor que abofetear a Bette Davis», su siempre enemiga cinematográfica.
Piñas coladas me he bebido unas cuantas, imaginen lo ricas que saben tumbada a la bartola en alguna playa por ahí perdida de aguas cristalinas y arena blanca. Llámenme cursi por la postal manida y fácil a la que añado unas cuantas palmeras y música suave, pero les confieso que, si pudiera mañana mismo, agarraba un avión y me perdía sin móvil ni ordenador en la otra punta del mundo de motu propio, no hace falta que nadie me mande a las Maldivas a hacer gárgaras. Y es que me siento incapaz de soportar otros dos meses de campaña, a los políticos prometiendo el oro y el moro y a la Belarra y compañía repitiendo cual mantra: «La segunda parte del partido vamos a ganarla».
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