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La figura legal del consentimiento del marido tiene implicaciones mucho más profundas que la mera autorización de que el esposo dé permiso para que la ... esposa actúe sobre sus bienes físicos y decisiones económicas. Era la ley la que establecía esta limitación, considerando a la esposa una eterna menor, sujeta a la voluntad de su marido, para administrar sus bienes y riqueza. Esta normativa, ampliamente extendida en el mundo occidental hasta el XIX y de forma residual hasta avanzado el XX, limitaba la riqueza de las mujeres, perpetuando su dependencia económica.
Dichas restricciones legales siguen rodeadas de otras cuestiones de tipo cultural más difíciles de solventar. A nadie se nos escapa que la tradición de adoptar el apellido del esposo, hoy vigente y nada cuestionada en muchos países del primer mundo, representa esta costumbre de cesión, de propiedad. En el sistema legal inglés, la mujer que se casaba perdía sus derechos y sus capacidades legales, tomaba el apellido de su marido y pasaba a estar bajo su amparo, su techo ('coverture'). Hoy la toma del apellido es sobre todo una cuestión social, no legal, pero el hecho de que continúe muestra la pervivencia de una norma cultural que se resiste a desaparecer en sociedades que presumen de igualitarias, como la británica o la americana.
Existía también en la tradición británica la costumbre de 'vender a la esposa', cuestión que grabados del siglo XVII y XVIII llegan a escenificar como la venta de una res, en la que la esposa se lleva a una feria, atada con una cuerda por la cintura y se pasa su propiedad a otro hombre. Esta práctica, que contaba con el consentimiento –¿contaba con el consentimiento?– de la esposa era una fórmula de escenificar una ruptura afectiva en algunas comunidades rurales. El espacio público, la feria o mercado donde tenía lugar, enfatizaba que la esposa era una propiedad y con el traspaso suponía la cesión de los derechos maritales a otro dueño. No sonría pensando que esto son costumbres pasadas y bárbaras: recuerde que las arras de las bodas tienen su origen en los contratos matrimoniales medievales y el precio de la novia. Y ahí siguen.
Cuestiones como las anteriores suenan lejanas, incluso inocentes, frente la atrocidad vivida en 2024 en la localidad francesa de Mazan. Durante meses la opinión pública se estremeció al conocer el crimen de Dominique Pelicot, acusado de drogar, violar y deshumanizar a su esposa, Gisèle Pelicot. El ejemplar marido proporcionaba medicamentos a su esposa, y compinchado con decenas de hombres que abusaban de ella en estado inconsciente, tomaba fotografías y vídeos de los abusos sexuales perpetrados. Al día siguiente, volvía ser el esposo correcto que la acompañaba al médico por sus extrañas dolencias de carácter sexual y sus pérdidas de memoria.
Sin restar una brizna del dolor causado a la víctima, de la inhumanidad de su marido, y la complicidad de todos aquellos que participaron en la barbarie, el crimen nos lleva a poner en el centro del debate el concepto de consentimiento. Este es un debate que, de manera incompleta, ya se ha producido en la sociedad española, con la cuestionada ley del 'solo sí es sí'. Surgió la Ley Orgánica 10/2022 como respuesta del movimiento feminista a una serie de casos mediáticos, como el 'caso de La Manada', introduciendo profundas reformas en la legislación sobre violencia sexual. Todo acto sexual no consentido es una agresión, por lo que la carga no cae en la víctima, sino que el delito está configurado por la falta de consentimiento. Recientemente, con el profesor de la Universidad de Granada Manuel Ruiz-Adame colaboramos en un libro coral dirigido por Alejandra Selma: 'Una aproximación multidisciplinar a la violencia sexista'. Nuestros capítulos analizan cómo el miedo a la agresión está profundamente atravesado por el concepto de género: el temor de las mujeres a ser víctimas, en especial de agresiones sexuales, posee una dimensión social y estructural. Nuestra aportación muestra cómo el miedo a ser agredida condiciona la movilidad y la autonomía de muchas mujeres. Desafortunadamente, persisten enormes brechas entre la vivencia personal de este temor y la respuesta de las instituciones. Urge por lo tanto reconocer el lugar central que ocupa la violencia sexual en la arquitectura emocional del sistema de justicia y en la vida de las mujeres.
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