Sandías de oro
ALGO QUE DECIR ·
Era nuestra fruta preferida, la de los críos, marcados después de las comidas por el bigote rojo de la tajada festivaLos pobres comíamos sandías en verano, refrescantes y de un sabor delicado y exótico, melones de agua los llamábamos en mi pueblo, nos llenaban el ... estómago, nos hidrataban y nos proporcionaban la sensación de haber comido bien. Las cáscaras las cortábamos en trocitos menudos y se las echábamos a las gallinas para que comieran; a veces, los más habilidosos se construían un farol con una sandía debidamente despojada de su pulpa, vaciada y troquelada, con un cabo de vela encendido en su interior y salían por la noche a espantar el miedo por las calles del barrio, una vez que habían espantado el hambre. La sandía era nuestra fruta preferida, la de los críos, marcados después de las comidas por el bigote rojo de la tajada festiva.
Mi madre las traía del mercado los sábados, cargada con dos capazas, que constituían la compra de la semana y que ella lograba subir a la casa por aquellas callejuelas empinadas del barrio del Castillo con un esfuerzo titánico hasta sus últimos días, como si el propósito de su vida estuviese cifrado en aquel cargamento semanal que nos procuraba el sustento de cada día. Las madres de entonces nunca se olvidaban de la fruta, y a nosotros, perezosos e inapetentes, nos molestaba su insistencia frutal, cómete una manzana, prueba las grandas, llévate un racimo de uva, pero el verano era diferente, el melón y la sandía ponían un punto de color y de desenfado y una buena dosis de minerales y vitaminas en la mesa.
Parece como si entonces todo fuese más fácil, más barato y más verdadero, estábamos más cerca de la tierra y del origen y nos comprendíamos mejor. De vez en cuando mi madre se quejaba de que todo había subido una barbaridad, pero ella seguía trayendo a casa del mercado albaricoques perfumados de la tierra, resplandecientes manzanas, uva de ensueño, caprichosas cerezas y opíparos melones y sandías, que hacían nuestras delicias de comensales en ciernes y un poco gamberros. En cambio, la ternera, el pescado blanco y el marisco no abundaban en demasía, aunque más tarde nos enteramos de que su consumo generoso e incontrolado podía depararnos problemas de salud. En fin, paradojas de los tiempos.
Hoy es el turno de la fruta y más concretamente de la simpática y humilde sandía. Su precio se ha triplicado en los últimos meses y, si la comprábamos a 0,50 céntimos el kilo, ahora se vende a más de un euro. Y no hay verano pleno sin sandías, ni fruta más al alcance de la mano para el pobre que esta. Por lo tanto, estamos en plena crisis alimentaria, que es, sin duda alguna, la peor de las crisis económicas, y si me apuran, en plena crisis de valores, que ya es el colmo.
Hasta hace poco todos sabíamos lo que era un pobre, un individuo que no tenía donde caerse muerto, pero que era capaz de calmar su hambre en verano, al menos, con un melón y tirar pa'lante. Hoy los pobres tendremos que esperar a que la langosta o el solomillo alcancen un precio más razonable para sustituir la fibra vegetal por las proteínas animales y seguir soñando con el reino de los cielos, que siempre nos ha sido accesible y lo hemos tenido más al alcance de la mano, por aquello del ojo de una aguja y un camello, que rezaba el proverbio bíblico.
De momento y a día de hoy, como repiten hasta la extenuación los cursis y mal hablados, seguiremos atentos a la fruta y a las verduras de temporada, las más económicas, saludables y sabrosas, sin perder de vista nunca el precio de las sandías con el mismo celo y atención con que un bróker vigila la evolución de los valores en la bolsa y, tal vez también, con idéntica preocupación y con una angustia semejante.
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