Después de cuarenta años –casi medio siglo, cuatro décadas, ocho lustros, más tiempo del que vivió Jesucristo–, todo profesional, de la rama o de la ... especialidad que fuere, debería poner coto a su trabajo, echar el tablacho, y ponerse ya a disfrutar, con todo merecimiento, del descanso que se ha ido ganando a pulso. Después de ese tiempo, atado a la rutina, sometido a un horario fijo, a ver las mismas caras y a hacer todos los días el mismo itinerario, cualquiera tiene el derecho a refugiarse, definitivamente, en sus cuarteles de invierno para recordar su infancia perdida, que es la única patria, y rememorar sus muchas batallas, aunque los nietos le llamen Abuelo Cebolletas.
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No acierto a imaginar a un minero, en su vejez, en el fondo de la tierra, a kilómetros del sol, de la luz, del aire, del vuelo de una mariposa. Ahí, anclado, como un solitario y raro pez abisal que nada a ciegas, capaz de alcanzar los casi diez mil metros de profundidad, en donde sólo se podrían encontrar las tumbas de los dioses marinos. Ni veo tampoco en el laboreo, a una cierta edad, a esos otros muchos currantes que han tenido que agachar el lomo para extraer los frutos del agro o agarrarse a una pared vertical mientras enlucían un edificio cuyos felices habitantes jamás preguntarán por su nombre ni valorarán el mérito de haber estado ahí colgado durante largas horas a la intemperie, a merced de los caprichos del sol, del viento o de la lluvia.
Justo este mes se cumplen cuarenta años desde que me inicié en el oficio de profesor. Primero, como era de rigor, como peón de brega –chico para todo– en un colegio privado en el que aprendí buena parte de lo que sé, pero en el que no disfruté de la libertad, cuando, precisamente –menuda y cruel paradoja–, «Libertad, libertad» era lo que se cantaba en las calles y convencía en las campañas políticas, para vestir con pantalones vaqueros o llevar el pelo un poco largo, como estaba de moda por entonces, imitando así a las nuevas generaciones que, tras la noche oscura del franquismo, vinieron a comerse el mundo, como reza en el conocido poema de Gil de Biedma.
Justo este mes se cumplen cuarenta años desde que me inicié en el oficio de profesor
Unos años después, fui durante dos cursos interino de secundaria hasta obtener en Madrid, donde los provincianos íbamos a rendir cuentas y, en la mayoría de las ocasiones, volvíamos de vacío, con el rabo entre las patas, una plaza de profesor de Enseñanza Media. Y, tras una breve etapa, mi llegada a la Universidad de Murcia como profesor de un departamento y de una facultad que nunca fueron los míos, pero de algo había que vivir. Al final, por arte de birlibirloque, fui a parar –y aquí aguardo mi jubilación– a la Facultad de Letras en donde me había licenciado cuando acababa de morir Franco y, entre el temor y la esperanza, no sabíamos lo que vendría después, y me había doctorado unos pocos años más tarde. Y fin de la historia.
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O casi. Lo que sucede es que, por regla general, algunos profesores, sobre todo los universitarios, que gozan de mejores prebendas que en el resto de niveles, suelen llegar sin exprimir del todo al momento del retiro. Son ellos mismos –yo lo he visto con mis propios ojos– los que, remoloneando, hacen todo lo posible para no ser conducidos, como ovejas al matadero, a sus casas, ni con honores ni con homenajes ni con palmaditas en la espalda. Nunca olvidaré aquella imagen, que me ha servido de lección, del egregio profesor don Juan Torres Fontes, una de las grandes autoridades españolas en Historia Medieval, cuando aún aparecía por el Campus de La Merced, a sus noventa y tantos años, con una gruesa cartera de cuero fatigado bajo el brazo, repleta de documentación, de legajos rugosos y amarillos, con la que luego elaboraba esos sabios libros que nos ha regalado. Profesor e investigador hasta el último aliento. Como sucede con los buenos actores –con Molière, por ejemplo, representando 'El enfermo imaginario'–, aquí también se muere sobre el escenario. Antes del aplauso. La profesión va por dentro.
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