Política, políticas e inmigración
Porque tuve hambre, y me diste de comer; tuve sed, y me diste de beber; fui forastero y me recibisteis» (Mateo 25:35). Las migraciones ... han sido una constante a lo largo de la historia de la humanidad y todas las sociedades han tenido que enfrentarse a la gran cuestión de qué hacer con ese «forastero». Un forastero que podía suponer un contraste especialmente allí donde existían naciones homogéneas cultural, lingüística o religiosamente.
Pues bien, ante este dilema el cristianismo nos dio una pauta moral clara, que se ve sintetizada en la cita evangélica con la que he comenzado. Como complemento, en la parábola del Buen Samaritano Jesús ofrece una lectura extensa de aquel prójimo al que tenemos el mandamiento de amar como a nosotros mismos. Pasan de largo del hombre apaleado sacerdotes y levitas y tiene que ser un samaritano, que viene de lejos, de un pueblo del que desconfiaban los judíos, el que muestre su misericordia. Porque el cristianismo, con su vocación universal, también nos enseña a mirar más allá de esos perímetros nacionales cerrados, buscar la hermandad en sabernos hijos de un mismo Dios, con igual dignidad.
Recuerdo esto conmovido por los sucesos de Torre Pacheco de las últimas semanas y preocupado por el brote de racismo vivido y por su aprovechamiento político por un partido que aspira a gobernar. Un ejemplo de populismo incompatible con los postulados no solo de una democracia, sino de principios morales elementales e incluso suicida en lo económico.
Como he señalado, la primera aproximación al fenómeno de la inmigración creo que debe hacerse con perspectiva humanitaria. Por ello, ciertos discursos deben repugnarnos como ciudadanos educados en una ética democrática. El ejemplo más brutal serían los centros de detención construidos por Trump, rodeados con caimanes. Y en nuestro país me aterra que podamos normalizar esa brutalidad política con discursos que apelan a deportaciones masivas o avivan odios culturales.
Ahora bien, esta mirada humanitaria no es ingenua: los fenómenos migratorios han de ordenarse y por ello son necesarios controles. Además, incluso en una sociedad abierta como es la nuestra la adecuada integración de los inmigrantes presenta importantes desafíos, especialmente en relación con la educación y la cohesión social, y pone en evidencia las miserias de un modelo económico que en buena medida ha favorecido la explotación y ha generado bolsas de pobreza, que son las que terminan por dar lugar a los problemas de inseguridad.
Y es ahí donde son necesarias políticas que vayan a la raíz de los problemas reales, en lugar de alimentar relatos polarizados, como ha estudiado el sociólogo Luis Miller. Porque lo vivido en Torre Pacheco no es un choque cultural entre modelos civilizatorios, como algunos pretenden hacer creer.
Ciertamente, nuestras democracias no son nihilistas y tienen un orden de valores claro que resulta irreconciliable con ciertas visiones religiosas o políticas que priman en muchos de los países de origen de los inmigrantes que llegan a nuestro país. Y, nacionales o extranjeros, existe una ley penal que ha de hacerse cumplir para quienes transgreden nuestras normas de convivencia. Pero lo que no podemos es admitir discursos generalizadores donde los inmigrantes parecen manchados por esa lacra de origen. El objetivo de nuestra democracia es lograr su integración social y económica, haciéndoles partícipes de una prosperidad que hemos alcanzado, en buena medida, porque hemos logrado construir un modelo de convivencia fundado en esos valores a los que hacía referencia.
Sabiendo, además, que la argamasa que sostiene la convivencia democrática no la da la identidad religiosa ni la homogeneidad cultural, sino el respeto a unas reglas básicas y compartir una cohesión económica. Además, los datos son tozudos: la contribución de los inmigrantes hoy por hoy es imprescindible. Como concluía el economista Manuel Hidalgo, «la inmigración es un motor económico que beneficia a las sociedades receptoras. España, con su crisis demográfica, necesita desesperadamente más inmigración, no menos. Deportar masivamente significaría hundir el PIB, colapsar sectores enteros, empeorar aún más el sistema de pensiones y condenar al país a décadas de estancamiento».
En definitiva, frente a las politics de la polarización, frente a discursos que alimentan la violencia y promueven el odio y apelan una identidad nacional cerrada, construida sobre mitos; lo que necesitamos son auténticas 'policies', políticas públicas que cohesionen económicamente y generen afección en torno a unos valores democráticos.
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