Desde hace más de medio siglo, en los premios literarios, en casi todos ellos (como el Planeta y el Nadal), se usa el sistema de ... plica; es decir, un sobre cerrado en cuyo interior hay un cuartilla en donde quedan reflejados los datos del concursante (nombre, dirección, currículum...) y el título real de la obra, con lo que, supuestamente, no hay modo de que, con antelación, el jurado sepa la identidad del autor que se oculta bajo pseudónimo. Con el tiempo, esta modalidad fue pervirtiéndose, acaparando toda clase de vicios, y, hoy en día, a los periódicos llega con mucha antelación el nombre del ganador y del finalista, si lo hubiere, de algún que otro certamen que hace tiempo dejó a un lado la corrección y la limpieza y se inclinó por lo comercial, por buscar candidatos que gozaran de popularidad, que salieran en la tele, sin importar demasiado qué clase de obra aportaban, si existía o no la calidad necesaria para ser merecedora de ese buen fajo de billetes.
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Cuando en los primeros días del año 1944 el jurado abrió la plica de un Premio Nadal que iniciaba así su andadura, su primera convocatoria, con el respaldo de una editorial de prestigio en donde había publicado la flor y nata de la literatura española, debió cundir la confusión, la perplejidad, la incertidumbre. Tenían en sus manos un papel en donde el ganador del galardón no era, en realidad, ganador, sino ganadora. Y, para terminar de rizar el rizo, se trataba de una mujer desconocida en el mundo de la ficción, además de joven, con apenas 23 años. En las solapas de la primera edición –que ahora mismo tengo sobre la mesa en la que escribo– de la novela, de 'Nada', se dice que el relato triunfante es un «caso único en la categoría de lo excepcional». Y tenían razón. 'Nada', junto con 'Tiempo de silencio' y, acaso, 'La colmena', es la obra que más pudo haber influido en el devenir de la narrativa española del siguiente medio siglo.
Sin embargo, siempre he sospechado que quienes, desde la editorial, promocionaban este volumen, pensaban, más bien, no en las bondades del libro en sí, sino en lo que podía aportar la autora con su juventud, con su falta de antecedentes literarios, como salida de la nada, emulando así el propio título. Y lo que era más inquietante aún: una mujer muy atractiva que se atrevía a fumar en público, con un cierto aire de misterio en su mirada, semejante al de una rutilante estrella de Hollywood. Una escritora, como debió de ser Fernán Caballero o la Pardo Bazán en la época en que les tocó vivir a ambas, en un mundo de machos, haciendo alarde de un oficio reservado únicamente a los varones.
Hace unos años, en una de mis visitas a la Biblioteca Nacional de Madrid, revisé la prensa de esos días, así como las revistas literarias en las que aparecieron las primeras reseñas de ese relato, y en casi todas esas páginas dominaba la imagen sobre el texto. Es decir, la foto de la autora, con su cara redonda, con su media melena y una leve sonrisa de ángel que deslumbra.
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En unos meses se cumplirá el primer centenario del nacimiento de Carmen Laforet. Contemporánea, pues, de escritores como Cela, Delibes, García Pavón y el yeclano Castillo-Puche. A Carmen no le fue demasiado bien en la vida. Ni siquiera en la literatura. Escribió varias novelas más y algún que otro libro de cuentos que no tuvieron demasiado éxito. Quizá porque la fuerza, el ruido y la furia de 'Nada' no dejaron crecer a sus hijos posteriores, sumidos en la sombra del padre. Rompió su matrimonio, con una familia numerosa, y estuvo a punto de marcharse a los Estados Unidos, en donde otro escritor, Ramón J. Sender, el autor de 'Réquiem por un campesino español', gozaba del prestigio de un exiliado español al que se le mimó en el país americano, ofreciéndosele, incluso, la ciudadanía y una plaza de profesor universitario, así como un lugar digno donde vivir en la dorada y fructífera California. Las cartas que ambos se cruzaron demuestran que hubo algo más que una simple admiración mutua. Que hubo amor y quizá un poco de pasión. Y que Sender suspiraba por sus huesos. Pero Laforet optó por llevar a cuestas, como un pesado fardo, la intimidad de su fracaso, y, como ella misma refleja en las propias páginas de 'Nada', prefirió vivir «como si todos los habitantes de la ciudad hubieran muerto».
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