Vida cotidiana
Salí de la entrevista despistado. Preguntándome cómo había llegado al punto de ser cuestionado sobre crímenes de guerra tras haber recorrido Italia
Son días frenéticos. Un no parar constante de trenes, esperas, presentaciones, entrevistas por teléfono mientras una señora se desmaya en mis pies, una manifestación de ... voces y rostros que no volveré a ver, que he visto antes y no recuerdo, como una película francesa en blanco y negro. Palabras que se acumulan en la garganta y que quedan apenas como un susurro. Un libro bajo el brazo, una maleta llena y videollamadas cada tres horas, por si me pierdo algún avance de mi hijo.
Esta semana se ha dado la vuelta por primera vez. Él solo. Se ha impulsado con sus brazos y ha vencido momentáneamente a la gravedad. Ha entendido que el ser humano es movimiento. Ya no quiere estar pegado a su cuna, tocar las sábanas con la nuca. Ha nacido en él la perdición del hombre, según Pascal: descubrir, desplazarse, conocer, viajar. Y me lo he perdido, porque en ese instante estaba hablando de mis días italianos, de la heroicidad discreta de pasar demasiado tiempo solo para encontrar, me digo a mí mismo, a quien siempre fui.
Mi hijo crece y el mundo camina hacia un abismo, leo ocasionalmente en los periódicos. Me detengo en la exposición sobre Raimundo de Madrazo que ha organizado la fundación Mapfre. Esta semana no puedo leer los periódicos. Nada sé de la ONU, de las bravatas de Netanyahu, de los misiles de misericordia de Hamás, de una flotilla de famosos e 'instagramers' que lanza botellas de plástico al mar con semillas. Estoy ausente del mundo porque no tengo tiempo siquiera para tocarlo con las manos. Y lo percibo aquí, frente a los cuadros de un Madrazo, hijo, nieto y bisnieto de artistas consagrados.
Y volví a Madrazo, contento, sabiendo que no renunciaré al derecho a la vida cotidiana
Sus obras son extraordinarias. En la muestra se sigue la evolución cronológica de su pintura. Desde adolescente, quiso comerse el mundo, a la manera de Gil de Biedma: dejando huella. Probó con la herencia familiar. Imprimió a sus pinceles el tema histórico, las hazañas del pasado. Son cuadros aburridos, de excesos técnicos y faltos de pasión. Un rey godo, una reina emperifollada, batallas y muertos. Nada que destacar. Pero luego se fue a París y no quiso ser cautivo de su apellido. Despreciaba las grandes historias que acontecían a su alrededor. Pintó en la época de la guerra franco-prusiana, del rearme diplomático con cañones, la industrialización de los campos y el ennegrecimiento de las ciudades a las puertas del magnicidio de Sarajevo. Pero Madrazo halló su voluntad en la vida cotidiana, en el susurro de una mujer que espera a su marido aburrida, en el despertar inquieto de una mirada. Pintó a las mujeres de la clase alta, cuando sus maridos gobernaban el mundo y lo lanzaban al abismo. Y son telas sensacionales, a la altura de Sorolla, en la estela de Manel. Retrató la vida cotidiana porque ahí estaba su verdad, no en los periódicos.
Pensé en Raimundo de Madrazo cuando un periodista me preguntó, en mitad de entrevista, entre un atardecer en Siena y la ansiedad que me producía subir el puerto de montaña de la Cisa, qué opinaba de los israelíes en la actualidad. Lo dijo así, como si existiese una sola manera de ser israelí, como si todos fuesen, qué sé yo, Netanyahu o Amos Oz. Me pilló descolocado pero me fascinó la capacidad de simpleza que tienen algunos para traducir la realidad. Pensé en Madrazo, sí, en sus mujeres divertidas e inteligentes, en los vestidos de seda pintados como el agua, mientras el mundo se deshacía. Y entendí la virtud de la vida cotidiana. Los pasos que otorgan al ser humano la capacidad de conmoverse solamente con un gesto. Un hijo que se da la vuelta. Una mujer que sonríe al otro lado de la cámara. Un pintor que deja el caballete expuesto para que su modelo pinte un diablillo al lado de su cuerpo desnudo. Ahí está la esencia de mis días. En los pequeños placeres de los hechos sin importancia. En la cotidianidad de la levedad, con la hipocresía que me puedo permitir al dejar de leer durante cinco días lo que sucede alrededor.
Me hubiese gustado contestarle eso, tomar su pregunta y mandarla a la simplicidad de un padre enamorado de su hijo o de un escritor que se niega a hablar de lo que no sea exclusivamente de su libro. Pero soy lego en estas batallas dialécticas. Tal vez me trabé. Quise ser razonable y argumentar, sin saber que el argumento y la razón hace demasiado tiempo que está ausente en el debate público. Salí de la entrevista despistado, sin entender qué había ocurrido. Preguntándome cómo había llegado al punto de ser cuestionado sobre crímenes de guerra y terrorismo después de haber recorrido Italia y haber escrito un libro sobre ese sol y esa piedra. Y volví a Madrazo, contento, desnudo de prejuicios, sabiendo que nunca renunciaré al derecho a la vida cotidiana, a celebrarla, a defenderla, a refugiarme en ella.
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