Esta semana catalana
Yo también me he dejado arrastrar por los prejuicios de los últimos años y Cataluña me ha respondido con una semana de hospitalidad hermosa
Me vine a Cataluña esta semana para alejarme de la política. A veces uno necesita entrar en el bosque para no ver los árboles, escalar ... la cima del volcán para que la lava no le caliente los pies. En mi caso se han dado varios factores definitivos: una familia encantadora, los Xancó-Mendoza, una masía a los pies del Pirineo gerundense, una procesión de iglesias románicas escondidas entre las montañas y la persistencia religiosa en una fe por el buen comer que se materializa en 'pa amb tomaquet' justo en el momento en el que despunta el sol. El resto ha sido un conjunto de buena voluntad, una enseñanza lenta y sorpresiva en la que los seres humanos nos unimos en plazas públicas con el deseo de compartir, y no de separarnos.
A estas alturas todos me conocéis y he dejado buen testimonio en estas columnas de mi parecer sobre la política nacional de los últimos años. Como murciano y sevillano de adopción no hace falta que responda sobre mi postura sobre el nuevo concierto catalán y la última bufonada orquestada desde Madrid para dejar cumplir la función del payaso de Waterloo. Al menos yo no tuve que entrar en Cataluña metido en el maletero de un coche, pero sí puedo decir con orgullo que salgo de aquí con el deseo de volver lo antes posible. Lo que me ha enseñado este viaje, lo que he aprendido de los pueblos y las gentes que he encontrado en Cataluña durante esta semana es la necesidad de escuchar, de no levantar banderas al viento en cada discusión, de no crear campos de batalla dialéctica detrás de cada cerveza. Y en este silencio contemplativo, en esta pausa política no he encontrado la disputa, sino personas también deseosas de conocerme, de enseñarme su forma de amar la vida y de mostrarme los restos históricos que embellecen sus ciudades.
No creo en la frase de azucarillo que asegura que viajar cura la intolerancia porque el mundo está lleno de cosmopolitas que hacen de su trozo de tierra un reino prometido. Pero sí considero que viajar te somete a la estricta observancia de lo ajeno, te obliga a mirar lo propio desde un prisma distinto, como si el territorio se mostrase a través de un espejo. Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que visité Cataluña, antes del referéndum ilegal y de la fallida declaración de independencia, y lo que esperaba encontrarme en las plazas era un hervidero político, un clima asfixiante en el que las voces disidentes no tienen espacio. Una usurpación del espacio público con banderas esteladas y lazos amarillos que considero incompatibles con el buen humor para viajar y con la igualdad a la que quiere aspirar este articulista del sur mediterráneo.
Viajar te somete a la estricta observancia de lo ajeno, te obliga a mirar lo propio desde un prisma distinto
Pero salvo algunas excepciones mínimas, lo que han visto mis ojos ha sido muy diferente. He redescubierto una región que me ha abierto las puertas como si hubiese nacido en el Penedés, que me ha invitado a conocer desde dentro su historia y me la ha explicado con paciencia, piedra a piedra, vaso de vino a vaso de vino. Las personas con las que me he cruzado me han acogido sin presuponer una ideología determinada, sin cavar trincheras junto al rollo de justicia al escuchar mi acento, dejando el catalán a un lado y pasando al español sin esfuerzo, demostrando que quien habla los dos idiomas posee un tesoro idiomático, social y cultural al alcance de muy pocas personas en el mundo. Por los vericuetos dulces del catalán he intentado expresarme yo también, uniéndolo con el español por mero gesto de supervivencia, elevando la diversidad cultural y lingüística a una celebración de la comunidad, y no en un espinoso punto de conflicto. Caminaba por las calles empedradas, con las manos en los bolsillos protegiéndome del fresco y escuchando conversaciones en catalán que me reconfortaban, porque esta lengua suena a luz que traspasa una vidriera, a canción dulce de verano.
Tal vez hayamos vivido peligrosamente durante estos últimos años y estemos hastiados de política, de banderas arrojadas a la cara, de idiomas que se convierten en fuertes medievales y catapultas que destruyen el presente, en lugar de cimentar el futuro. Tengo la impresión viajando de norte a sur de Cataluña, recorriendo las faldas de los Pirineos en busca de iglesias románicas, de que tras la tempestad la gente desea recuperar la normalidad, sacar de la plaza pública la frustración, apagar el eco de los cantos de sirenas y mirar hacia adelante. Yo también me he dejado arrastrar por los prejuicios de los últimos años y Cataluña me ha respondido con una semana de hospitalidad hermosa. Me ha hecho sentir que estoy en casa. Y no quiero que nunca deje de serlo.
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