Recuerde el alma dormida
Qué responsabilidad para que mi cuerpo y mi mente continúen dando vueltas al sol muchos años, más viejo, más cansado, y, he ahí el misterio, más feliz
Coincide que cumplo años con el momento en el que debo explicar Jorge Manrique a mis alumnos. No hay mayor argumento a favor del 'tempus ... fugit' que recordar que hace apenas un suspiro yo estaba sentado en una clase del Ibáñez Martín escuchando de un profesor eso de la muerte igualitaria, de los ríos caudales y más chicos, que todos van a dar en la mar, que es el morir, y que los que viven por sus manos y los ricos alcanzan un mismo final. Muerte por todas partes. Calaveras vestidas con mantos negros, interpretando afilados instrumentos medievales y tableros de ajedrez donde siempre le toca al ser humano jugar con negras. Imagínese, adaptar estas visiones a un público adolescente tan engreído que piensa que el sol nace cada día para iluminar sus teléfonos móviles.
He llegado al punto en el que cumplir años ya es un aviso, más que una fiesta. Me encuentro bien. Abro los ojos cada día con una felicidad absoluta, pero la otra noche me desperté de madrugada e hice un cálculo malsano. Entendí por qué se me dan tan mal las matemáticas, porque siempre arrojan una verdad desnuda, y a mí no me convencen que me cuenten los hechos de forma tan fría. Yo estudié literatura porque creo en el adorno, en la metáfora, en el barroco y en los laberintos. Prefiero los ríos caudales a los más chicos, sabiendo que todos tienen que desembocar en la mar.
Cumplo 36 años, y me acordé de Dante y la mitad del camino. 36 por dos son 72. Ahí lo tienen, según la esperanza de vida occidental, con ejercicio, suerte y sin abusar del vermú. 72 años hoy en día no es nada, sobre todo para quien acaba de rebasar la mitad de esa cifra. Pero aquella noche me entró el vértigo de mil demonios y sentí que ya había recorrido un trecho trascendental de este camino manriqueño. Miré hacia abajo como si la existencia fuera una escalera y estuve a punto de resbalar.
Aquella noche me entró el vértigo y sentí que ya había recorrido un trecho trascendental de este camino manriqueño
Y en ese precipicio que duró un instante vi lo que el futuro no me dejará contemplar. Que la vida iba en serio le costó entenderlo a Gil de Biedma muchas décadas, y la precocidad de la existencia ha querido que mi conciencia se ponga en alerta precisamente en la madrugada en la que cumplía años. Me agobié. Me faltó el aire. Sentí la respiración de mi hijo y el pelo de mi mujer muy cerca, pero a una distancia insalvable. Qué pesadez cumplir años, caray. Qué responsabilidad seguir cumpliéndolos, hacer todo lo posible para que mi cuerpo y mi mente continúen dando vueltas al sol muchos años, más viejo, más cansado, y, he ahí el misterio, más feliz.
Por la mañana, con ojeras, con un humor otoñal de hoja caída en el asfalto y charco de agua sucia, me puse a explicarles a los alumnos de trece años que la vida, también para ellos, va en serio, que Jorge Manrique se puso muy triste porque se murió su papá, y que lo que nos está lanzando es una advertencia para que apretemos los dientes y hagamos méritos para, al final de la jornada, decir con alegría: confieso que he vivido. Es decir, que nos la hemos gozado.
Ellos no alcanzaron a entender mi dolor existencial. Estas coplas, siempre las mismas, ofrecen cada año una nueva lectura. Cada vez más cierta. Cada curso más relevante. Su sencillez es una lanza en el costado. Su musicalidad una verdad anhelante. Manrique habla de tres vidas, de las cuales, los alumnos perciben dos: la terrenal y la celestial. Algunos empiezan a cuestionarse la omnipresencia de Dios, así que se aferran a la tierra, a los goces y dulzores de esta vida. Pero les falta una, la que se me abrió a mí en canal la noche anterior, de insomnio y angustia.
La memoria. La vida que vivimos a través del recuerdo de los demás. Fui muy claro. Pregunté quién había conocido a un bisabuelo. Ninguno de los alumnos. Les dije que pronto no habría ningún ser humano que recordase su nombre, su identidad, su rostro. Esa es la última forma de morir para Manrique. Un alumno aventajado relacionó la fama con 'Coco', la película sobre el día de muertos en México, y sonreí al pensar que cuando el escritor castellano compuso sus coplas en México hacían rituales con corazones de prisioneros en lo alto de las pirámides y la fugacidad de la vida se disputaba en las guerras floridas o en los eclipses de sol.
La memoria, sí, la sombra de lo que hacemos, el legado que dejamos no para las futuras generaciones, sino para nuestros días presentes. En un mundo plagado de «no me consta», «no recuerdo», «se me ha olvidado», conviene pensar en la fama manriqueña, en lo que quedará de nosotros cuando se apaguen las luces. Hoy muchos prefieren vivir peligrosamente, sin importarles el mañana. Desnudando su presente. Y el mañana, le digo siempre a mis alumnos, ya es hoy.
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