Plazas de septiembre
Una sociedad que sacrifica sus pequeños placeres cotidianos es una sociedad dispuesta a desaparecer
Llega septiembre con su promesa de normalidad. La normalidad es una derrota, leí hace años en un grafiti por las calles del Albayzin. Aquella pintura ... me impresionó. Me animó a convertir mi vida en el argumento de una novela. Pasado el tiempo, entiendo que no hay nada más sano que la rutina, que septiembre con su llamada a los horarios, al orden establecido, a la poca improvisación entre el café matutino y el vaso de leche antes de ir a la cama. Y aquí me ven, huyendo de esta España calcinada y atunómicamente moribunda para refugiarme en el mes de los nostálgicos. La vuelta a la vida. El final del paraíso.
Con este ánimo paseaba por las calles de mi ciudad. Pensé que era el momento de la retirada de los turistas. Las hordas volverían a sus nortes con sus fríos, después de haber saqueado los monumentos, las paellas congeladas a diez euros y los apartamentos turísticos donde, hace apenas unos meses, vivía una familia. Uno vuelve a casa con la esperanza de que hayan desaparecido todos los estigmas de su día a día. El turismo es uno de ellos. La penitencia de vivir en una ciudad hermosa. La maldición de habitar un país con más historia que futuro que ha decidido basar su economía en servir y mostrar.
Eran las siete y media de la tarde. Le propuse a mi mujer tomar un café descafeinado y una lujuriosa botella de agua con gas. Hacer estómago antes de la cena, esa ensalada que se enfriaba en nuestra nevera, para purgar los excesos del verano. Paseamos por una plaza soleada (ese sol que promete septiembre y que sabe a melancolía), llenos de vida. Felices, dispuestos a recuperar los espacios, a amar los rincones de la ciudad, nos sentamos en una terraza al fresco. Cuando estaba a punto de indicar la comanda, la camarera nos dijo, no sin cierta desazón y rubor, que en media hora empezaban el servicio de cenas y que si no íbamos a comer nada, deberíamos abandonar la terraza, esa que permanecía vacía. Nos expulsaba hacia el desierto de los tártaros. Nos indicaba la frontera del reino de nuestro barrio y nos obligaba a caminar errantes sin posibilidad de un refresco.
Es esencial que los vecinos se conozcan, que los comercios proliferen y exista la diversidad de negocios
Una sociedad que sacrifica sus pequeños placeres cotidianos es una sociedad dispuesta a desaparecer. Nos prohibieron el paso en un bar en el que hemos desayunado infinidad de veces porque las ciudades se han deshumanizado y solo sirven a la causa suprema del turismo. Si al tomar la Bastilla el ser humano pasó de súbdito a ciudadano, tal vez en el futuro se estudie en las escuelas cómo las sociedades europeas pasamos de ciudadanos a siervos del turismo, sin una guillotina mediante, solamente con una carta de comidas congeladas y sangría fresca.
Me duelen las ciudades porque mi vida se desarrolla en su corazón, porque la letanía de los cascos históricos no es capaz de preservar su belleza original sin la mancha del turismo. En mi bloque de edificios cada vez son más los apartamentos turísticos (algunos ilegales, pero la administración decide siempre cerrar los ojos). Detrás de un apartamento turístico hay una familia que ha debido abandonar el centro, una pareja a la que le han subido el alquiler de una forma descarada, un paso más hacia el final de las ciudades habitables.
Me temo que todo irá a peor, que la política, también en este caso, no se manchará las manos para poner freno a la situación, que es mejor una ciudad artificial, convertida en parque temático, que afrontar el problema de la vivienda y la autenticidad de las urbes. Porque es esencial que los barrios vivan, que los vecinos se conozcan, que los comercios proliferen, que exista la diversidad de negocios. Ahora, mi calle se ha convertido en el círculo del Infierno de Dante donde van a parar los cafeteros de especialidad. Ya lo escribí en otro septiembre, en otro grito desesperado por denunciar lo que le está sucediendo a nuestras ciudades. Simulacros que prometen experiencias. Fotografías que anhelan multitud de reacciones en redes sociales. Ya no importa lo que hay, sino cómo se muestra al mundo. Y la política ha decidido participar de ese laberinto.
El bosque se quema. La ciudad languidece. Septiembre ha resultado ser una continuación de este verano abrasador. Con horarios, sin piscina, con rebajas en el gimnasio y torso bronceado del jefe, para que sepamos que ha estado en las islas griegas, que ya son islas deshabitadas, propiedad de los cruceros. Eso seremos, islas de asfalto, lugares indómitos que fueron bellos una vez, por los que corrió la historia en el pasado, pero sin futuro, sin espacio para el presente. Plazas paseadas solo por turistas, falsas como recreaciones vintages. Plazas donde al pobre iluso que paga sus impuestos se le prohibe tomar un café descafeinado y un agua con gas a las siete y media de la tarde.
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