Las pestañas de la Macarena
Que haya más creyentes de la Macarena que de la Constitución, saqueada estos días por el Tribunal que debería ser su custodia y garante, no es culpa de la religión
Las pestañas de la Macarena y el llanto colectivo a las puertas de la basílica bajo el verano sevillano me recuerdan la destrucción del Hecatompedón ... a manos de los persas. Nos situamos rápidamente en el mapa de la historia. Sevilla no es Atenas y los despistes de una junta de Gobierno se alejan bastante de las tropas de Jerjes, pero las lágrimas de los fieles son las mismas. Aquellas, la de cientos de miles de atenienses que ven humear la colina principal de la ciudad y saben que su diosas protectora, Atenea, está siendo destrozada por la barbarie. Los griegos tenían otras preocupaciones más urgentes: el fin de su civilización, la futura esclavitud en el interior de algún desierto hoy iraní, la violación de las mujeres y la venta de niños. La historia cumpliendo sus ciclos de violencia. Pero ahí tenemos a la ciudadanía, libre o meteca, llorando a lágrima viva por las pestañas de Atenea.
Algo sabrían esos griegos tan inteligentes, a las puertas de su período clásico, cuando en los preparativos de la batalla de Platea que expulsó a los persas para siempre de la Hélade, acudieron a las ruinas del templo a jurar venganza. Corría el año 480 a. C., y para entender cómo el sentimiento religioso se pega a las uñas y crece junto al cabello, siglo y medio después, Alejandro Magno cumpliría la promesa de sus antepasados. Destruyó el imperio aqueménida y quemó el palacio de Persépolis, con sus dioses con forma de león y garras de águila dentro. Atenea había sido vengada. La historia ya podía llorar por su herida más grande.
Aquellos humos persas y estas lágrimas andaluzas se unen por un fino hilo de devoción e histeria. El ser humano no ha cambiado tanto en veinticinco siglos y a pesar de proclamar cada década la muerte de Dios, de construir el mausoleo definitivo para la divinidad y de deshacernos de las cadenas de la superstición, seguimos buscando este rincón de fe donde no encontrarnos solos, esa mano que alivia las penas y ayuda a afrontar el horizonte con serenidad. Somos seres religiosos, atenienses, sevillanos y los que viven por el camino.
Las lágrimas por la restauración de la Macarena encierran una victoria y una derrota como sociedad moderna
El que escribe estas líneas es un ateo convencido, un hombre incapaz de creer por más que lo intenta y que le tiene un respeto majestuoso a la creencia de los demás. Soy mucho más del silencio y la relación privada entre el fiel y Dios que de la muchedumbre y el espasmo, pero cada uno escoge a su gusto la manera de consuelo. Las lágrimas de los fieles frente a la basílica arrojan, sin embargo, varias verdades incómodas, más allá de la devoción exacerbada. La Macarena viene a llenar los huecos de millones de personas. Otorga esperanza al futuro de familias enteras. En cada rezo hay un acto de buena voluntad, una enmienda a los malos días, a las acciones furtivas. Y eso, por sí solo, ya justifica la creencia, las lágrimas por unas pestañas mal colocadas.
Otra verdad inconmensurable reside en que el ser humano moderno necesita de símbolos, de imágenes a las que adorar. Robespierre se creyó, como muchas Marta Nebot, pero con más lecturas, que había llegado el fin de la religión. Convirtió Notre Dame de París en el templo de la razón. A los pocos años, acabó decapitado en la plaza púbica y la Virgen María volvió a reinar sobre las dos orillas del Sena. Ejemplos históricos hay tantos como años se desprenden del calendario.
Las lágrimas por la restauración de la Macarena encierran una victoria y una derrota como sociedad moderna. La victoria es que la religión ya pertenece al ámbito privado, al rincón del arte y el patrimonio, de la farándula o la elegancia, como cada uno quiera vivirlo. Como manifestación humana, Dios se revela en la cotidianidad. Parte de la población vive por y para una imagen sagrada, en Sevilla y en México, en Murcia y en Medugorje. Acompaña los días. Vigila las noches. Así se sienten los que creen, y beati loro, como dirían los italianos. Dichosos ellos, que sienten tan cerca la fuerza de la protección.
La derrota que arroja la multitud frente a la Macarena no reside en la manifestación pidiendo explicaciones a esas manos persas que han cambiado el rostro de la virgen, sino en el fracaso de la sociedad en su conjunto. Que haya más creyentes de la Macarena que de la Constitución, saqueada estos días por el Tribunal que debería ser su custodia y garante, no es culpa de la religión. Cuando los atenienses se despertaron aquella mañana en la que la ciudad había sido destruida, fueron a mostrar sus respetos frente a las cenizas de su templo más sagrado. Atenea ya no era más que humo. Después, cogieron sus lanzas y marcharon rumbo a Platea, para dirigir sus destinos y ganarse su libertad. Hoy, las plazas de España están vacías. Vacías de creyentes pero también de ateos y nadie grita porque a la Constitución le hayan borrado hasta las pestañas.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión